Las palabras del Pontífice han constituido un mentís frente a las apologías del aborto o del matrimonio homosexual
César VIDAL
La homilía de Benedicto XVI ha discurrido sobre un triple eje: práctico, pastoral y ecuménico. Saltando por encima de las pretensiones que suscribieron en un manifiesto publicado en el Corriere della Sera el «who is who» del nacionalismo catalán, Benedicto XVI ha limitado el uso del catalán a una breve salutación introductoria y a la despedida. La homilía ha sido práctica al señalar que, aunque desde la época de Gaudí «las condiciones de la vida han cambiado mucho y con ellas se ha avanzado enormemente en ámbitos técnicos, sociales y culturales, no podemos contentarnos con estos progresos». Al lado de esos avances innegables en el terreno tecnológico, «deben estar siempre los progresos morales, como la atención, protección y ayuda a la familia». De manera sucinta ha indicado que «la Iglesia aboga por adecuadas medidas económicas y sociales para que la mujer encuentre en el hogar y en el trabajo su plena realización; para que el hombre y la mujer que contraen matrimonio y forman una familia sean decididamente apoyados por el Estado; para que se defienda la vida de los hijos como sagrada e inviolable desde el momento de su concepción; para que la natalidad sea dignificada, valorada y apoyada jurídica, social y legislativamente». En otras palabras, la posición oficial de la Iglesia católica está en la defensa de la familia y de la vida desde sus inicios. Precisamente por ello, «se opone a todas las formas de negación de la vida humana y apoya cuanto promueva el orden natural en el ámbito de la institución familiar». Las palabras del Pontífice no han constituido, pues, una negación de los derechos de la mujer, sino, por el contrario, un mentís frente a las apologías del aborto o del matrimonio homosexual, por cierto, tan resaltados en el nuevo estatuto catalán gracias al respaldo tácito o expreso de los diputados católicos catalanes de signo nacionalista.
En segundo lugar, la homilía de Benedicto XVI constituye una pieza de sensibilidad pastoral dirigida a los esfuerzos de un artista como Antonio Gaudí –que agonizó durante tres días en un hospital barcelonés sin que nadie supiera de quién se trataba– de la perseverancia de la Asociación de amigos de San José y a todos aquellos que –como en el pasado siglo XIX– dieron testimonio de la fe a través de instrumentos como la observación de la Naturaleza, la Palabra o la liturgia. A fin de cuentas, ésa fue la conducta que siguió el arquitecto catalán reuniendo en el diseño de la Sagrada Familia un testimonio en piedra de la fe que vivió a lo largo de su existencia. Con todo, Benedicto XVI ha subrayado el hecho de que el culto rendido a Dios en los templos no puede llevar a nadie a olvidar lo que escribió Pablo a los corintios: «¿No sabéis que sois templo de Dios?... El templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros» (1 Co 3,16-17). En el templo, Dios está proclamando que desea ser amigo de los hombres y que éstos sean amigos Suyos.
Finalmente, da la impresión de que Benedicto XVI ha deseado ser ecuménico en su exposición –un gesto notable si se tiene en cuenta que, por ejemplo, el obispo de la iglesia anglicana en España estaba presente en la celebración– y ha desarrollado una exposición de la «roca» sobre la que se construye la iglesia que no reproduce los planteamientos católicos al uso sino, más bien, los que aceptarían los cristianos de cualquier confesión. Como era de esperar, Benedicto XVI ha señalado la importancia de María –a la que ha denominado en la conclusión de la homilía Mare de Déu, Maria Santissima, Rosa d’abril, Mare de la Mercè– pero, a la vez, ha evitado la referencia clásica a Pedro como la piedra sobre la que Cristo construye la Iglesia –posición sólo aceptada por la iglesia católica– para subrayar que la roca sobre la que se sustenta la iglesia, como sostuvo la inmensa mayoría de la patrística, es el mismo Cristo. Lo ha hecho además citando la primera epístola del apóstol de los gentiles dirigida a los corintios en la que el antiguo perseguidor de los cristianos quiso evitar las divisiones eclesiales señalando que «Mire cada cual cómo construye. Pues nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, que es Jesucristo» (1 Co 3,10-11). Sobre este pasaje concreto, Benedicto XVI ha indicado que «El Señor Jesús es la piedra que soporta el peso del mundo, que mantiene la cohesión de la Iglesia y que recoge en unidad final todas las conquistas de la humanidad», añadiendo, a continuación: «En Él tenemos la Palabra y la presencia de Dios, y de Él recibe la Iglesia su vida, su doctrina y su misión. La Iglesia no tiene consistencia por sí misma; está llamada a ser signo e instrumento de Cristo, en pura docilidad a su autoridad y en total servicio a su mandato». En ese sentido, la afirmación de Benedicto XVI ha sido rotunda –y ningún cristiano la habría discutido– en el sentido de que Cristo «es la roca sobre la que se cimienta nuestra fe». Al fin y a la postre, si la gente acude a los templos es para que «los pobres puedan encontrar misericordia, los oprimidos alcanzar la libertad verdadera y todos los hombres se revistan de la dignidad de hijos de Dios».
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