¿Nos merecemos estos políticos?
Cada país tiene los políticos que se merece" suena a frase del Antiguo Testamento. O, por decirlo en unos términos que podría haber suscrito el filósofo norteamericano Hilary Putnam, parece una afirmación planteada desde el punto de vista de Dios. Como si fuera posible colocarse fuera de la realidad y desde ahí, provisto de una tabla de valores indiscutible con la que dictaminar qué es merecido y qué no, sentenciar el vínculo que mantienen los políticos con su sociedad. Pero, si examinamos la frase con un poquito de atención, de inmediato podremos comprobar que la misma encierra una significativa ambivalencia. Porque, de un lado, puede ser interpretada en una clave finalmente exculpatoria de aquellos a los que se refiere. En efecto, los políticos vendrían a expresar algo así como el destino de un pueblo, la materialización de lo que el franquismo gustaba de denominar sus "demonios familiares". Nada les podría ser reclamado en sentido fuerte en la medida en que ellos mismos, en algún caso a su pesar, no harían otra cosa que representar lo mejor y lo peor de la sociedad que los había aupado al poder.
Pero también cabe poner el acento no tanto en la indulgente desresponsabilización de la llamada clase política como en la responsabilización de otros sectores de la sociedad. Porque hay una forma de rechazar la adecuación políticos-país, que ha hecho notable fortuna entre nosotros últimamente (aunque en otros países, como Argentina, acumulaba una larga tradición), ante la que conviene estar prevenidos por lo que tiene de engañosa. Es la interpretación según la cual los políticos que tenemos vendrían a constituir en última instancia una especie de efecto perverso de la sociedad. Esta los habría colocado en el poder con el encargo de que asumieran las tareas relacionadas con la cosa pública y ahora se encontraría con la desagradable sorpresa de que sus elegidos estarían incumpliendo el encargo que les transmitió, habrían sacado los pies del tiesto e, independizados de toda tutela social, camparían por sus respetos, dedicados a su propio provecho, ejerciendo con todo descaro de élites extractivas, por utilizar la contundente terminología acuñada por Daron Acemoglu y James Robinson en su libro Por qué fracasan los países.
Vivimos una crisis de la sociedad entera, incapaz de pensarse como un todo unitario y sin valores compartidos a los que apelar
Que nuestros políticos han cometido severos errores es cosa que no creo que nadie ponga en duda a estas alturas, pero nada ganaríamos (más bien al contrario) incorporándonos al malintencionado aquelarre de distracción consistente en convertirlos en chivos expiatorios de la situación actual. Incluso en algunos de los reproches que se les suele dirigir —tales como "no haber frenado a tiempo la burbuja inmobiliaria", "haber tardado demasiado en detectar la gravedad de la crisis", "no haberse opuesto con suficiente energía a la desregulación de los flujos financieros" y otros similares que tanto se repiten de un tiempo a esta parte— se deja ver el carácter en última instancia subalterno que en muchos momentos les correspondía. Con lo que el segundo sentido de la ambivalente afirmación con la que iniciábamos este artículo podría entonces quedar sustanciado en el formato de una pregunta: ¿acaso también nuestros banqueros, jueces, periodistas, profesores universitarios, etcétera, son los que nos tenemos merecidos?
Pero que nadie vaya a pensar que esta ampliación de la responsabilidad desemboca en alguna variante de difuminación de la misma. Por el contrario, sobre lo que la ampliación pretende llamar la atención es precisamente sobre el calado de la gravedad de la situación que nos está tocando padecer, que tal vez no sea solo de crisis institucional —como ya ha sido señalado, y con toda razón, por múltiples voces— sino de crisis de la sociedad por entero. Una sociedad que está resultando incapaz de pensarse a estas alturas como un todo unitario, como un cuerpo social (por utilizar una metáfora clásica), deshilachada por completo, sin instancias en las que reconocerse ni valores compartidos a los que apelar.
De ser esto cierto, conviene apresurarse a puntualizar que no habríamos emergido en este escenario por casualidad o de manera inexplicable. Acaso lo más correcto fuera decir que, en la prehistoria de la situación actual, se encuentra la demolición de los muros de contención a la que con tanto empeño se afanaron algunos en las últimas décadas y que ha propiciado que, cuando la crisis ha estallado con toda su virulencia (lo que es como decir: cuando el capitalismo financiero y especulativo ha mostrado su más despiadado rostro), nada ha podido barrar el paso a este monstruoso tsunami de codicia que amenaza con llevárselo todo por delante. Los muros demolidos lo eran de muy diversos tipos, incluidos los ideológicos. Algún día habrá que pasar cuentas, puestos a señalar un aspecto nada menor, por el eficaz papel legitimador de lo que terminó ocurriendo desempeñado por aquellos desenvueltos teóricos del individualismo posmoderno, bien considerados incluso por sectores progresistas en las épocas en las que la competitividad más feroz parecía verse recompensada con el premio del triunfo social (y no como ahora, que ha mutado en un descarnado sálvese quien pueda).
No resulta fácil en este paisaje devastado reivindicar los valores imprescindibles para que no se desgarre por completo el tejido de vínculos sociales que nos constituye como seres humanos y fuera del cual no hay otra cosa que la amenaza de la selva. No se trata ahora de entretenerse a llorar sobre la leche derramada, añorando unos presuntos buenos tiempos perdidos, más cohesionados y solidarios. Lo que procede es extraer las lecciones pertinentes de lo ocurrido y obrar en consecuencia. Porque no todo es decepción ni sentimiento de profunda derrota. Buena parte de las iniciativas que de un tiempo a esta parte han ido surgiendo para expresar no solo los rechazos concretos a las diversas operaciones que desde el poder se emprenden con el inequívoco objetivo de desmantelar los servicios públicos y de protección social existentes, sino también la decidida exigencia de auténtica democracia (de democracia real), en cierto modo están señalando la dirección que conviene seguir.
Por supuesto que semejante exhortación tiene una contrapartida insoslayable. Porque postular el abandono de la condición de meros espectadores de la política y reivindicar como propias determinadas iniciativas surgidas de manera espontánea desde la misma sociedad (llámese 15-M, movimiento antidesahucio o como se quiera) es vinculante. De obrar en consecuencia, estaríamos abandonando la antigua condición de meros reclamantes de los comportamientos de nuestros representantes para pasar a convertirnos en protagonistas, en la cuota que nos correspondiera, a los que también por tanto se les podría exigir responsabilidad. Esta nueva condición adquirida nos obligaría a dar cuenta ante todos de nuestras acciones en la esfera pública, y esto incluye no solo lo que hacemos sino también con quién lo hacemos, o lo que, pudiendo, dejamos de hacer.
Si, para concluir, tuviera que resumir en forma de propuesta todo lo planteado hasta aquí lo haría como sigue. Olvidémonos de predestinaciones (del tipo "cada país tiene...") y apoyemos a los políticos que realmente se lo merezcan y solo a ellos. Parece haber quedado atrás de forma irreversible el tiempo de la laxitud, el posibilismo y el mal menor como criterios a la hora de seleccionar a nuestros representantes. Llevamos acumuladas demasiadas experiencias de frustración desde aquel ya lejano desencanto de la primera hora de nuestra democracia como para conceder más cheques en blanco a quienes parecen haberse convertido en auténticos profesionales de solicitar en periodo electoral una última oportunidad. Pero, sobre todo, hagámonos nosotros merecedores, si se quiere seguir utilizando tales términos, de otros políticos y especialmente de otras formas de hacer política.
Apenas con diferentes palabras: apliquémonos los mismos estándares de conducta que les reclamamos. Solo eso nos concederá la mínima autoridad moral para no rebajar nuestro nivel de exigencia y de control sobre ellos. (Por poner un ejemplo bien concreto —y dicho sea con tanta franqueza como humildad— yo no creo merecerme el president de la Generalitat que me está tocando la desgracia política de padecer. No dudo que se lo merezcan quienes lo han votado y, sobre todo, quienes tanto han jaleado sus erráticas propuestas, pero en modo alguno, desde luego, quienes desde bien temprano nos manifestamos en contra de las mismas. Hasta aquí podíamos llegar).
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona. Premio Internacional de Ensayo Jovellanos 2012 por su libro Adiós, historia, adiós.
stagduran
Enviado desde mi iPad