Corrupción en la política española: que venga Berlanga y lo vea
El viejo sueño de Luís García Berlanga, plasmado en celuloide como un legado para la posteridad nacional, se diluye como un azucarillo en los tribunales.
Su grito cinematográfico, "¡todos a la cárcel!", se habría convertido ahora en el "hashtag" más difundido, más reenviado, más celebrado en las redes sociales: ése espacio libre de humo político, de autocensura y de espesa tinta mediática que, paradójicamente, ciega nuestros ojos.
Smoke gets in your eyes.
En aquel tiempo recorrió todas las salas de cine. Ahora, director, estaría colapsando el tráfico de twitter compitiendo en velocidad y expectación con la partícula de Dios que persiguen como locos en el gran acelerador de Suiza: #todosalacarcel.
Berlanga era aquel genial director de cine que se bebía sorbo a sorbo el pasado español y hacía películas para preservar el futuro. O sea, el inventor del condón de celuloide, del anticonceptivo audiovisual para prevenir nuevos embarazos históricos de "escopetas nacionales", pelotazos políticos y corrupción de Estado.
Digo yo que con todo el ruido del Gurtel, de los ERES jondos, de Bankia y demás "cajitas de los truenos", de la saga de los Puyol, del juego prohibido de Pokémon, del cártel balear, del caso Nóos y la última traca del oscuro asunto Pallerol, todo ello unido al penetrante olor a gasolina y cloaca, igual se ha despertado el maestro de su siesta, ha preguntado si están todos los que son y son todos los que están entre rejas, y le han resbalado después dos lágrimas por sus mejillas, como dos suspiros de España, al comprobar que su voz en imágenes (una imagen vale mil palabras), ha clamado en el desierto.
En ese desierto de ética y estética genuinamente carpetovetónico, permítanme ustedes que les invite a saciar su sed con un espejismo: la lección de optimismo que estos días está dando la España mediática.
Todavía hay españoles presuntamente ilustrados, en las tertulias televisivas y radiofónicas, en las columnas de opinión, incluso en los programas de Wyoming (ese juguete bélico roto de la Sexta con ínfulas de arma de destrucción masiva), convencidos de que existe "vida inteligente" en las sedes de los partidos políticos, en el interior de los coches oficiales, en los hemiciclos, en ese insondable espacio exterior que envuelve la cruda realidad de España, ay, al que seguimos llamando política.
Sobre todo, con el dichoso "caso Pallerols", el personal ha elevado a la categoría de conspiración política una burda historia de jetas y maleantes convenientemente aderezada con una interminable e indescriptible chapuza jurídica. Ni los actuales políticos españoles podían aspirar a más, ni el colectivo mediático español a menos.
Durán i Lleida ni se lo cree, oye. De personaje de tebeo tipo "Petra criada para todo", de "meretriz" de sucesivos inquilinos de La Moncloa, dicho sea en el sentido más etimológico de la palabra, ha pasado de repente a convertirse en un paradigma de la astucia, en un posible Judas capaz de vender al independentismo catalán, en un hipotético rehén del Estado, todo junto, todo revuelto, que quizá le permita a Rajoy decirle a Artur Mas un día de estos:
-"¡Menos lobos, caperucita...!
España se ha llenado de alquimistas mediáticos que lo convertimos todo en intriga política, y se ha vaciado de alquimistas pragmáticos de aquellos que intentaban convertirlo todo en oro. Así nos va.
Elevamos a Durán a la categoría de discípulo aventajado de Maquiavelo, y dejamos que pase inadvertido un tal Fernando Rodríguez Rey, el fiscal del dichoso caso "Pallerols", que en realidad ha vuelto a hacer otro de sus "pactos con el diablo". Este señor, que forma parte de eso que seguimos llamando Ministerio Fiscal, en vez de empezar a llamarle Misterio Fiscal, para mí que ha debido ver de pequeño mucha fina serie americana de esas de mejunjes entre acusaciones y defensas, oye.
Le gustan más los acuerdos que a un colaborador de Sálvame las querellas. Los ha intentado en multitud de casos de malversación de fondos "made in Cataluña" (Grand Tibidabo, Estevill, Turismo, Treball) Le pone mucho más recuperar la pasta que meter entre rejas a quienes se lo han llevado calentito.
Sobre gustos fiscales no hay nada escrito, naturalmente. Lo que pasa es que los acuerdos genuinamente americanos consisten en soltar peces pequeños que permiten cazar a peces gordos. Y no como este acuerdo a la española de Fernando Rodríguez Rey, que deja escapar a los peces gordos, libera de la red de la justicia a los "pezqueñines" y le vende al pueblo la hazaña de recuperar 400 mil euros, ¡que es calderilla, tronco!, en el insondable botín de la corrupción política española.
Hace unos años, este fiscal sería nuestro héroe, nuestro Robín Hood, en un país hasta sus mismísimos de que el personal cogiese el dinero y se echase a correr por los siglos de las siglas. Pero el pueblo español ha descubierto el hambre de justicia con mayúsculas; la dignidad colectiva de que todo aquel que lo haga lo pague, sin discriminaciones por razón de edad, de sexo, de condición social, de origen geográfico o de carné de partido; el beneficio social y moral de la ejemplaridad en el premio y en el castigo.
Ahora, este fiscal sólo es un incauto, un tonto útil que ha hecho un trato puramente fenicio: libertad a cambio de la pasta. No se ha enterado de que el pueblo sólo está dispuesto a digerir tratos Berlanguianos: libertad para las piezas de caza menor, a cambio de chivatazos, pruebas documentadas, testimonios contrastados que permitan meter a las piezas de caza mayor en chirona.
¡Todos a la cárcel, coño! Todos los que se lo merezcan, naturalmente. Aunque sólo sea para demostrar o descartar ese axioma social que se transmiten los españoles, unos a otros, en sus tertulias de café: ¡no hay pan (no hay celdas) para tanto chorizo!
A lo mejor el problema es que nunca hemos tenido un Fiscal General propiamente dicho, sino una marioneta manejada por hilos por los sucesivos poderes establecidos. Mismamente, a este último, hay compañeros de oficio que en privado, off the record, naturalmente, le llaman Irma la Dulce.
Porque es un buen tipo, era un fiscal muy respetado, se ha encontrado de repente ejerciendo la profesión más antigua del mundo en versión jurídica y le confiesa a sus más íntimos que la quiere dejar. O sea, como el célebre y entrañable personaje de Shirley MacLaine, ¿recuerdas?, quería dejar la calle.