El autor examina la categoría religiosa de los pecados capitales desde la perspectiva psicoanalítica hasta desembocar en “la fuente de los otros pecados, el pecado fundamental: la soberbia”.
Si se juzga a las religiones de la misma manera que a los mitos, se advierte que las conductas, sentimientos y sumisiones que el fiel sostiene con su deidad no son muy diferentes a los que otro, ateo, racional y equilibrado, mantiene con su ideal del yo. De esta manera la noción de pecado, con su correlato de culpa, tan cara a las religiones, no difiere del sentimiento que un neurótico común siente cuando no ha cumplido con el ideal. Por esta razón parece interesante comparar algunas categorías de la religión –en este caso, cristiana– con conceptos psicoanalíticos. Los llamados pecados capitales lucen atrayentes, no sólo por la relevante posición que ocupan en la doctrina, sino por cierto carácter demoníaco, que ya veremos cómo se procesa.
Estos pecados, cuya versión más popular es la del Dante en La Divina Comedia, no son capitales por su gravedad, sino por ser generadores de otros pecados. Fueron establecidos oficialmente por Santo Tomás, San Buenaventura, San Gregorio Magno y otros. En su forma canónica, son siete y en este orden: lujuria, gula, avaricia, pereza, ira, envidia y soberbia. Curiosamente se dejó para el final el principal de ellos, la soberbia. En este punto me plegaré devotamente a la Iglesia y dejaré para lo último este vicio fundamental.
En un intento provisional de clasificación, podemos organizarlos en dos grupos: los que son expresión directa de la impotencia –la pereza y la envidia– y los que la son del exceso. Este, que los griegos llamaban la hybris o desmesura, consistía en un orgullo exagerado, generalmente acompañado por descontrol sobre los propios impulsos, que llevaba al hombre a pretender más que lo que le correspondía. Para los griegos esta proporción estaba fijada por el destino, de modo que quien, desafiando al destino, aspirase a más de lo que le estaba destinado, sufriría el correspondiente castigo. A este conjunto corresponden la gula, la lujuria, la codicia y la soberbia, ya que suponen un plus por sobre el límite que establece la moderación.
Los engolosinados
En cuanto al pecado de la gula, lo primero que suscita es su relación con los trastornos de la alimentación: la obesidad, la bulimia y, como reacción contra éstas, la anorexia. Pero no se trata de los únicos ni los más frecuentes. No sólo los psicólogos, también los fieles se preguntan por qué debe considerarse pecados a unas aficiones tan inocentes, pero el intenso sentimiento de culpa que producen señala la respuesta: el sujeto lo considera falta grave. No hay más que recordar a las anoréxicas, cuya apasionada lucha contra el deseo de comer puede llevarlas a la muerte.
Ahora bien, un cuerpo estilizado ¿es garantía de que no se padece de gula? Es sabido que son muchas las causas, tanto de la obesidad como de la delgadez. Una férrea voluntad, determinantes constitucionales y a veces hasta una enfermedad oculta pueden dar como resultado un cuerpo esbelto. Reducir una tendencia psíquica tan importante a aquellas razones no parece prudente; la gula es sin duda más que eso.
Como siempre, el lenguaje popular ayuda en la indagación; el verbo “engolosinar” permite vislumbrar una variante encubierta de la gula. A veces, por ejemplo, se advierte que un artista está engolosinado con un tema: siempre que muestre esa peculiar mezcla de obsesión con deleite, delatará algo que excede la función del autor. Desde un político demasiado apasionado por una idea, hasta la muchacha que sólo vive para la moda, los ejemplos pueden multiplicarse. Si se busca un elemento común –que a la postre resulta ser el más importante–, se lo encuentra en el narcisismo, presente en todas esas golosinas. De cualquier clase que sea, siempre es algo de sí mismo lo colocado en el objeto que se consume en demasía.
Pasión inmóvil
La avaricia propone una situación similar a la anterior, sólo que el individuo no atesora en sus tejidos corporales, sino que lo hace en una caja. Desde ya que la caja es un elemento simbólico, escasamente se encuentra hoy al avaro tradicional de la literatura, contando su oro en soledad. Hay escenarios que disimulan el encandilamiento que al tacaño le produce su riqueza: acciones, bonos, colocaciones financieras y empresas dan la impresión de movimiento y esconden la extrema inmovilidad que esa fortuna, grande o pequeña, produce en quien la idolatra. El avaro desatiende su entorno, absorbido como está por su pasión. Otra vez, en su ensimismamiento, descubrimos la retracción narcisista.
Sin embargo, la cuestión no se reduce al dinero: hay personas que atesoran sus ideas de la misma manera que otros adoran su dinero. Cierto que muchos no llevan a la práctica sus proyectos por falta de decisión, de capacidad, pero hay quienes acarician sus concepciones como el avaro sus monedas: no las muestran por temor a compartirlas. A menudo se encuentra, como justificación, la idea de que la idea les puede ser robada. En esta retracción podemos otra vez vislumbrar el narcisismo.
Violencia sexual
El concepto popular reduce la lujuria a: sexo en demasía. Los textos de la primera mitad del siglo XX todavía conservaban la entidad patológica de la “fiebre uterina” y, en menor medida, la de la “satiriasis”, que afortunadamente han caído en desuso. Que una pareja se encuentre y retoce hasta donde le dé las fuerzas no parece un pecado demasiado grave. Si consistiera sólo en esto, sería por lejos el más inofensivo de todos. Es de suponer que eso no es lo que concierne al pecado capital.
El carácter demoníaco de este pecado se deja ver en una desviación: en la violencia sexual. No se trata del sadomasoquismo, que, además de su apariencia un tanto kitsch, resulta ser en general bastante inocuo. Se trata de la pederastia y de las violaciones. Se advierte en estos casos el entrevero con aspectos de la impotencia y de la ira; en muchos casos los pederastas son personas incapaces de mantener relaciones sexuales más adultas a causa de su impotencia. La actitud de someter a otro, tanto en el pedófilo como en el violador, expresa la reproducción de su situación interior en la cual el yo está sometido por el superyó. En el momento de la violencia, el sujeto se identifica con el superyó y coloca su yo en la víctima. Ya veremos que en esto se acerca al pecado más importante de la lista.
La pereza, esa derrota
La pereza es un estado que cuesta definir en forma positiva porque se confunde con la “nada”. Aparentemente el perezoso no quiere hacer nada, pero, afilando la observación, se ve que a lo que le saca el cuerpo es a la obligación. No hace las cosas que debe pero se entretiene con otras que le causan placer. La pregunta que se impone es: eso que hace en lugar de su obligación ¿le proporciona una satisfacción auténtica y profunda? Y la respuesta es negativa. Lo que revela el examen es justamente una desazón, un disgusto que se exterioriza en el cambiar permanentemente de actividad. El zapping televisivo ya ha traspasado su ámbito original para expresar este cambio constante en cualquier ocupación.
En realidad sí existe el “perezoso” que no quiere hacer nada y que no goza de sustituciones. Estas personas llaman tanto la atención que se las incluye dentro de la patología. Incidentalmente, su observación permite comprender la haraganería más común.
Muchos estudiantes confiesan haber dejado de frecuentar la literatura cuando comenzaron sus estudios universitarios. Al preguntárseles si fue por falta de tiempo, contestan que tenían horas libres pero que, si leían algo debían ser los libros de texto que siempre requerían un poco más de esfuerzo. Este mecanismo es el mismo que actúa en el holgazán: al no poder cumplir con algún mandato, la mayoría de las veces inconsciente, prefiere no hacer nada. Cualquier cosa que hiciera pondría de relieve su falta más importante.
Por lo tanto, la esencia de la pereza consiste en una inhibición, producto de una derrota ante las metas inalcanzables del superyó, al tiempo que en una estrategia defensiva: si nada hace, de nada puede ser culpado.
Sombra de la envidia
La envidia tiene la particularidad de ser el sentimiento más frecuente a la vez que el menos confesado. En rigor, no es confesado, ni a los otros ni tampoco a uno mismo. Cuando la envidia llega a la conciencia, cuando la persona piensa “Estoy envidioso” o “Me envidian”, ya ha alcanzado una magnitud considerable. Antes de eso ha vivido en la sombra, recóndita y secreta, acompañando invariablemente al deseo.
El deseo por su propia naturaleza denuncia la falta del objeto y, si el sujeto no tiene el objeto... es otro el que lo disfruta. Entonces la envidia aparecerá, posiblemente oculta pero agazapada y presta a atacar cuando advierta que el otro no entrega su posesión.
La envidia es primordialmente agresiva, desea dañar al que posee al objeto o a veces al objeto mismo. En otras palabras, precisa de la colaboración del siguiente pecado capital: la ira.
Precio de la ira
El pecado de la ira presenta aspectos tanto de la desmesura como de la impotencia. Lo más evidente es el exceso: no hace falta más que ver a un individuo furioso para darse cuenta de que está desbordado. Sin embargo, hay que indagar qué es lo que provoca el enojo.
Cuando alguien se encoleriza es porque se siente limitado por algo o por alguien. Otro lo ha estorbado en sus propósitos; con intención o sin ella, un semejante ha restringido sus designios. Dicho de otra manera, se siente impotente para hacer lo que desea.
Se puede argumentar que cualquiera de los otros pecados comparte con la ira esta cualidad mestiza, dado que el deseo es fruto de la necesidad: se podría decir que el goloso antes tuvo hambre y que el avariento lo es porque se siente pobre. Sin embargo, la impotencia del iracundo es tan flagrante que justifica la aclaración.
La ira, entonces, es la rebelión contra los límites que impone el superyó. Se podría pensar que esa sublevación es en principio beneficiosa, pero no ocurre así en el caso de la ira porque, debido a su natural desmesura, será siempre más costosa, a veces excesivamente más costosa, que un esfuerzo sereno. Como en el caso de la manía, el superyó ilusiona al yo haciéndole creer que es poderoso, para cobrarle luego el precio de su desenfreno.
Intermedio con demonios
Antes de dedicarme al último y más importante de los pecados, voy a referirme a un tema histórico, con la finalidad de aventar algo de solemnidad eclesiástica que pueda haberse colado. Voy a hablar de los demonios. En la actualidad pocos manejan el tema de los demonios; indiscutiblemente, la demonología pasó de moda. Y el auge de las iglesias televisivas contribuye a la confusión general de las ideas: no es raro ver a algún pastor brasileño vociferando contra Satanás cuando en realidad se refiere a Lucifer. En verdad, diablo, lo que se dice diablo, hay uno solo: Lucifer, que es el capo de esa asociación ilícita que forman las legiones del infierno destinadas a tentar a los hombres. Los comandantes –subordinados al diablo– son los demonios, y Satanás no es más que eso: un simple demonio.
En el pasado la gente se tomaba más en serio estas cosas. En el siglo XVI Peter Binsfeld, distinguido demonólogo de la época, atribuyó un demonio a cada pecado capital. Entre nosotros Manuel Mujica Lainez hizo eco de esto en su libro Viaje a los siete demonios.
La correspondencia es la siguiente: lujuria: Asmodeo; gula: Belcebú; avaricia: Mammon; pereza: Belfegor; ira: Satanás; envidia: Leviatán; soberbia: Lucifer.
Hoy en día, casi se ha extinguido el prestigio del diablo y sus demonios, pero sigue siendo divertido bucear en estas creencias medievales.
Luzbelito
La soberbia es el pecado fundamental, y no sólo porque fue el extravío del jefe, sino porque es ciertamente la fuente de los otros pecados. ¿Por qué decimos que ahí se originan los otros? Porque la persona soberbia, es decir omnipotente, cree que nada le está vedado. Los ejemplos abundan; en todos los niveles hay soberbios, pero, cuando se llega a las alturas, la soberbia es la regla. Basta que un individuo se encumbre, en el espectáculo, en el deporte o en la política, para que empiece a transgredir las normas que hasta ese momento lo regían. Dicho en el lenguaje religioso: para que empiece a pecar.
El modo en que se inicia la soberbia –en que se genera la omnipotencia– es conocido. En una edad muy temprana es tan normal que se la considera una gracia del niño. En esa época, la omnipotencia infantil es el único estado posible. Después, el niño admite renunciar a esa omnipotencia y crea el ideal del yo. En verdad no renuncia del todo, ya que en ese ideal almacena las grandezas de aquella etapa anterior y con ellas sueña. La meta de todo hombre es alcanzar el ideal cuyas líneas maestras fueron establecidas en la niñez. Tal propósito es de por sí inalcanzable, pero en ese intento transcurre la vida.
Para que esto sea así, es indispensable que el ideal sea efectivamente inalcanzable y que, como cuentan de los oasis, se aleje cuando más cerca crea estar el sediento caminante.
Dijimos más arriba que Dios es para los fieles lo que para los psicoanalistas es el ideal. Sabemos que hubo un día en el que Luzbel, el más bello de los ángeles, quiso ser como Dios; mejor dicho: quiso ser Dios. También sabemos cómo terminó el intento: la belleza arruinada, el sitial perdido y ni siquiera pudo conservar el nombre, ya que a partir de entonces fue conocido como Lucifer. ¿Cuál fue el pecado de este desafortunado ángel? La Iglesia responde: la soberbia.
Se aducirá que lo de los ángeles es interesante pero que en el mundo de los hombres eso no pasa, que nadie es su sano juicio puede alcanzar el ideal. En lo real es imposible saberlo pero en lo imaginario, sí, hay quién lo alcanza. El megalómano cree que ya lo alcanzó, cree que él es su propio ideal. Por supuesto que a partir de allí cesan el trabajo y la posibilidad creativa, ya que no vale la pena esforzarse si uno ya alcanzó su meta. Es cierto que al mismo tiempo le suceden cosas desagradables, como la hipocondria y el delirio pero, si sirve de consuelo, al pobre Luzbel le pasó algo similar: por negarse a alabar a Dios, es decir cumplir con el ideal, de ser el más hermoso pasó a convertirse en el diablo. En definitiva, era verdad que nadie en su sano juicio podía alcanzar el ideal porque, para ser el ideal, es necesario perder el juicio. Aquí en la tierra, el infierno posible es la psicosis.
Podemos decir que, así como en la teología la soberbia es el más grave de los pecados capitales, en psicopatología lo es la megalomanía –psicosis–. En menores proporciones la soberbia megalomanía promoverá los demás cuadros clínicos.
* Miembro didacta de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA).