Delante de los representantes de 110 conferencias episcopales de todo el mundo y de los superiores de 30 órdenes religiosas, una mujer irlandesa de 65 años, llamada Marie Collins, contó este martes lo que un sacerdote le hizo cuando tenía 13 años y estaba enferma y sola en la cama de un hospital. Si todavía eso no conmovió al auditorio —los participantes en un simposio organizado por el Vaticano para afrontar los abusos a menores—, tal vez sí lo hiciera el relato del calvario vivido a continuación, la manera en que la Iglesia protegió al pastor, trasladándole a ella el peso de la culpa, convirtiéndola de por vida en un ser marcado: “Han pasado 50 años y no lo puedo olvidar. Aquellas visitas nocturnas a mi habitación cambiaron mi vida”.
La señora Collins, ante un auditorio repleto de obispos, bajó hasta el infierno de su adolescencia para luego ir subiendo trabajosamente por los peldaños de una vida rota. No solo, como se encargó de subrayar, por aquel cura joven que por la noche posaba sus manos en su sexo y por la mañana alzaba el cuerpo de Cristo, sino por una Iglesia que durante décadas protegió al criminal y criminalizó a la víctima. “Yo estaba en la etapa más vulnerable de la vida”, empezó su relato, “acababa de cumplir 13 años y era una niña enferma en la cama de un hospital. Estaba lejos de mi familia. Y me sentí más segura cuando un capellán católico vino a visitarme y a leer en la noche conmigo. Él ya era un abusador de niños, pero yo no lo sabía. Yo pensaba que un sacerdote era el representante de Dios en la Tierra y de forma automática debía tener mi confianza y mi respeto. Cuando él empezó a tocarme y a tomar fotografías de las partes más íntimas de mi cuerpo, yo me resistí. Pero me dijo que él era un sacerdote, que no podía actuar mal y que yo era estúpida si pensaba lo contrario… Pero aquello provocó una gran confusión en mi mente: los dedos que abusaban de mí cuerpo en la noche eran los mismos que me ofrecían la sagrada hostia a la mañana siguiente”.
Solo el día en que el
cura entró en prisión cambio mi vida. Ya no está en ruinas”
Los clérigos, alrededor de 200, que atendían en silencio el relato de Marie Collins tal vez pensaron en ese momento que ya habían escuchado la parte más dramática. Nada más lejos de la realidad. La mujer les hizo ver enseguida —allí, en el centro de Roma, en la sede de la Pontificia Universidad Gregoriana— las consecuencias dramáticas que provocó aquel cura despreciable. “Cuando salí del hospital ya no era la niña confiada, despreocupada y feliz. No me volví en contra de la religión, sino de mí. Pasé mi adolescencia sola para que no descubrieran que estaba sucia”. A los 17 años, Marie Collins entró en la primera de sus frecuentes depresiones y tuvo que ser tratada en un hospital. A los 29 años, pese a todo, conoció a “un hombre maravilloso”, se casó y tuvo un hijo, pero aquel trauma de los 13 años la seguía persiguiendo. Hasta bien cumplidos los 40 años no se atrevió a acudir a un doctor y contarle su pasado de abusos. El médico le aconsejó que denunciara el caso ante la Iglesia. La señora Collins se lo intentó contar a un sacerdote, pero este no solo no quiso escuchar el nombre del pederasta, sino que la agredió aún más: “Me dijo que lo que había sucedido era probablemente mi culpa. Aquella respuesta me rompió. Hizo que resurgieran en mí los viejos sentimientos de culpa y de vergüenza”.
Marie Collins —de depresión en depresión, de hospital en hospital— guardó silencio 10 años más. Solo se atrevió a hablar de nuevo de su caso cuando vio que los periódicos empezaban a sacar a la luz otras historias. “Le escribí al obispo y ahí empezaron los dos años más duros de mi vida. El sacerdote que me había atacado estaba protegido por sus superiores y a pesar de mi denuncia siguió durante meses preparando a niños para la confirmación… Volvieron a atacarme, me dijeron que yo estaba contra la Iglesia, que el caso era viejo, que no sería bueno empañar la reputación del sacerdote…”.
La señora Collins logró finalmente que su verdugo fuese llevado ante la justicia, admitiese su culpa y entrara en prisión. “Solo entonces”, y lo dijo bien claro ante los representantes de una Iglesia que hasta ahora ha mirado para otro lado, “empezó a cambiar mi vida. Ahora ya no está en ruinas. Tiene sentido y valor”.
Aunque el Papa parece dispuesto a luchar contra los abusos, son muchas décadas de silencio y complicidad por parte del Vaticano para albergar demasiadas esperanzas. Sin embargo, el paso es muy importante. Los más altos representantes de la Iglesia convocaron a una de sus víctimas para que les contara en directo el sufrimiento de una vida entera. Y la señora Collins les dijo fuerte y claro que los curas pederastas siguen encontrando cobijo en las sacristías: “Son hombres que pueden cometer abusos durante toda su vida, dejando tras de sí un reguero de vidas rotas”. El que tenga oídos, que oiga.