Thomas Wall necesitó medio siglo para hablar de lo que vivió durante su niñez.
“Era poco más que un niño y todos los días un sacerdote abusaba sexualmente de mí”, recuerda.
La rutina en el internado irlandés de los Hermanos Cristianos de Glin al que asistía Wall no podría ser más espeluznante. Los abusos no sólo los cometían los curas, sino que, para garantizar su complicidad, los religiosos permitían las “incursiones nocturnas” de los alumnos mayores -ya pervertidos- en las habitaciones de los más pequeños.
Éste es uno de los 35.000 casos de abusos recogidos en el informe Murphy, publicado en noviembre de 2009 que prueba que durante 70 años miles de niños fueron sometidos a torturas, malnutrición, abusos físicos y psíquicos en 250 centros estatales que, a su vez, eran regentados por varias instituciones católicas.
Sin embargo, el informe Murphy no carga todas las responsabilidades sobre la Iglesia. También afirma que “para el Estado irlandés es importante reconocer que el abuso de los niños ocurrió por fallos del sistema y de la política, de gestión y de administración, así como por la responsabilidad de los funcionarios” en relación con los colegios.
Aun así, la publicación del informe supuso un mazazo sin precedentes tanto para la Iglesia irlandesa como para el país, de fuerte raíz católica.
Vergüenza y remordimiento
De momento, el escándalo ha llevado a que cuatro obispos irlandeses presenten su dimisión y ha motivado la carta que Benedicto XVI dirigió el pasado 19 de marzo a los católicos irlandeses en la que, además de expresar “vergüenza y remordimiento” por lo sucedido, señala la tendencia eclesial de “evitar los enfoques penales de las situaciones canónicamente irregulares” como una de las causas de lo sucedido.
También en Australia, Estados Unidos, Canadá o Alemania se impuso entre las autoridades eclesiásticas la tolerancia con la infracción de las propias reglas que la Iglesia marca sobre los abusos sexuales de menores.
¿Cuáles son estas reglas? Durante el siglo XX y con anterioridad a la actual crisis, dos pontífices tomaron medidas contra los abusos sexuales del clero: Pío XI estableció una instrucción en 1922 que denunciaba con firmeza los abusos de la autoridad sacramental durante la confesión; entre los actos condenados estipulaba cualquier tipo de abuso sexual de niños y en 1964 la instrucción Crimen sollicitationis del beato Juan XXIII trató el mismo tema.
Es evidente que, tanto por el volumen de denuncias (sólo en Estados Unidos 10.667 personas han denunciado entre 1950 y 2002 a 4.392 sacerdotes por abusos sexuales infantiles) como por la extensión del problema dentro del clero (se calcula que en Estados Unidos e Irlanda entre el 1,5 y el 5% del clero ha estado implicado en esta clase de delitos) algo fue muy mal. ¿Qué falló en la Iglesia?
Se observa un patrón común: falta de supervisión y comunicación por parte de las autoridades. Cuando se alertaba de las agresiones, las decisiones que tomaban los obispos para aislar a los sacerdotes corruptos eran inefectivas, y apenas se realizaba un seguimiento posterior de su conducta.
Otro factor fue la falta de disposición de las autoridades civiles, donde la Iglesia estaba muy ligada al poder político, al procesar los casos de abusos. La idea era evitar que la imagen de los clérigos se viese empañada. Un razonamiento muy parecido, el de proteger el nombre la Iglesia a cualquier precio, fue el asumido por parte de los obispos en los países donde los católicos eran minoría.
Los prelados, cuyo deber era saber y atajar lo que estaba pasando, cometieron una dejación de funciones.
En muchas ocasiones porque no podían creer que algo tan horrible pudiese estar sucediendo; sólo en un número reducido de casos se debió a que también ellos estaban implicados en los abusos.
Mientras tanto obispos y superiores religiosos confiaban que el tratamiento psiquiátrico de los infractores y el cambio de destino zanjase el asunto. Lejos de hacerlo, el resultado fue que los abusos se perpetuaron durante décadas.
El Vaticano
Muchos de los casos de abusos no llegaban a Roma, y cuando lo hacían, la mayoría no iba a parar a la Congregación para la Doctrina de la Fe (CDF) -a cuyo frente se encontraba Joseph Ratzinger desde 1981-, sino a la Congregación para el Clero o al Tribunal de la Rota.
Por eso, cuando a mediados de los ochenta la primera ola de la crisis llegó al Vaticano, muchos altos cargos de la Curia pensaron que se trataba de una exageración de los medios de comunicación. Para aumentar la confusión, entre 1975 y 1985 no se presentó ningún caso de sacerdotes pedófilos a la CDF, principalmente debido al desconcierto que originó la promulgación del nuevo código de la Ley Canónica en 1983.
Poco a poco, las vendas cayeron de los ojos. En el caso de Joseph Ratzinger, su cambio se produjo en 2001, justo cuando Juan Pablo II, a través de la carta apostólica Sacramentorum sanctitatis tutela, ordenó al episcopado mundial llevar todos los casos de abusos sexuales a la CDF.
A partir de entonces una avalancha de casos comenzó a presentarse en Roma, y la mayoría procedía de Estados Unidos. En muchos, las pruebas aplastantes requerían de una acción inmediata.
Las cifras
Sólo entre 2003 y 2004 se recibieron 3.000 casos: el 60% implicaban atracción sexual hacia adolescentes del mismo sexo, el 30% eran relaciones heterosexuales y el 10% eran casos de pedofilia. De éstos, unos 600 se llevaron a juicio en su diócesis de origen con la supervisión de la CDF, lo cual agilizó el proceso.
La llegada de Ratzinger en 2005 al solio pontificio aceleró la resolución de casos que llevaban años empantanados.
En su primer mes de pontificado quedaron zanjados los expedientes de Burresi y Maciel Degollado; dos carismáticos fundadores de movimientos que habían estado implicados en abusos y pederastia.
Desde entonces, Benedicto XVI ha tomado medidas significativas para combatir los abusos. Su modo de llevar los casos más importantes -de manera directa y sin dejarse intimidar- ha demostrado que la cultura del silencio ya no es una opción dentro de la Iglesia.
Por último, el Papa ha entendido que la crisis de los abusos es la manifestación de una grave crisis espiritual y ha pedido a todo el Cuerpo de Cristo oración, ayuno y arrepentimiento para la renovación de la Iglesia.
Sacerdotes malos
Cuando el periodista Peter Seewald le preguntó a Ratzinger por qué había sacerdotes y obispos malos, él respondió así: “Lo extraño es que Dios se confíe a una vajilla tan frágil. (...) Se ha entregado a unas manos que lo han traicionado innumerables veces".