El Dios que llevamos dentro, que es desde luego trascendente y por ello es inmanente, es el Dios distinto, pero no distante, es el fundamento de nuestra ser y del universo, fuente de creatividad y de espiritualidad. Sólo hay que darle la vuelta a las consecuencias que hemos dicho en el mensaje anterior. Para encontrar a ese Dios de adentro, las personas no tienen que alejarse de su entorno, sino en su medio, en lo cotidiano, en la vida, en sí mismos, en los otros, en los pobres, en la naturaleza. Y nuestro cuerpo es templo de Dios, y “el universo es el cuerpo de Dios”. El prójimo es mi hermano y allí está Dios, más que en ningún templo y más a flor de piel en el pobre y afligido.
El ser humano confía en sí mismo y en los demás, porque en el fondo del ser humano está su bondad, que es el mismo Dios y desaparece el miedo que paraliza. Lo profano está unido a lo sagrado. El sacerdote no es más que el laico. Es el Dios que hoy sigue encarnado. Con ese Dios se da la confianza, la libertad, la creatividad, el cambio, la responsabilidad y el amor. Si le dejáramos actuar convertiría el orden piramidal de la Iglesia y de la sociedad en comunidad, y pondría el amor sobre la ley y el servicio sobre el poder, la paz y la justicia sobre la violencia. Es el Dios que goza con el que goza y sufre con el que sufre. Para encontrarlo no hay ni siquiera saber que lo estamos buscando, con tal de servir al más sencillo, al más humilde. Con tal de amar. Es el Dios que nos hace humildes y serviciales, es el Dios que nace con cada niño y cada niña que nace. Este es el Dios en nosotros de la Navidad.
de Eclesia.
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