La avaricia rompe el casco: así fue el cruel hundimiento del Sirio
El 4 de agosto de 1906 el vapor italiano Sirio embarrancó en los bajos de la isla murciana de las Hormigas, frente al cabo de Palos, hundiéndose tras una violenta explosión. A lo largo de los días siguientes la mar estuvo vomitando cuerpos sin vida sobre la playa hasta completar el triste balance de 242 muertos y desaparecidos. Aunque la cifra real podría situarse en más del doble.
El Sirio fue la apuesta de la prestigiosa naviera italiana Reggio para disputarse con las compañías españolas los beneficios de la emigración al continente americano en los albores del siglo XX. Se trataba de un buque de 115 metros de eslora, siete mil toneladas de desplazamiento y capacidad para 1.300 pasajeros.
El buque zarpó de Génova el 2 de agosto con destino a la Argentina y escalas previstas en Barcelona y Cádiz. Al día siguiente atracó en la Ciudad Condal, donde incorporó alrededor de 90 viajeros, y siguió viaje con sus 120 tripulantes y 731 pasajeros, de los que 661 se hacinaban en tercera clase, la mayor parte de ellos emigrantes sin recursos que viajaban con sus familias en busca de una vida más desahogada.
Estos números constituyen el rol oficial del barco en aquella desdichada navegación, sin embargo la cantidad real de pasajeros debió de ser sensiblemente mayor, si tenemos en cuenta la costumbre muy extendida en la época de embarcar pasaje de forma ilegal a costa de sobornos a las autoridades en puerto, marineros, oficiales e incluso a los capitanes. Hoy sabemos que después de tocar en Barcelona, el Sirio fondeó frente a Alcira y que tenía previsto embarcar más emigrantes en Águilas, Almería y Málaga. En el momento de su hundimiento es probable que doblara la cantidad de pasajeros declarada por el capitán Giuseppe Picone, un viejo lobo de mar con más de 46 años de servicio a sus espaldas.
El viaje resultaba prohibitivo para la economía de la mayoría de emigrantes que, irónicamente y para tratar de escapar de la pobreza, debían invertir en un billete los ahorros de toda una vida. Pero había otro recurso: bastaba el pago de una pequeña cantidad al capitán para ser admitido a bordo, un engaño en cualquier caso, pues ese pequeño dispendio ponía en marcha otros, como el pago a los remeros que los recogían en la playa, a los cocineros por un bocado o a los marineros por un saco de paja para dormir en la bodega rodeados de ratas. En el puente de gobierno, el capitán Picone hacía la vista gorda mientras calculaba el rumbo a la siguiente playa donde pudiera encontrar cualquier infeliz desesperado con un poco de dinero en los bolsillos.
El tiempo soleado y la mar tranquila invitaban a los pasajeros a una apacible tarde de sábado; sin embargo, mientras la mayoría descansaba después del almuerzo, el barco dio una sacudida tremenda y quedó varado sobre unas rocas. Al ruido ensordecedor de las planchas de la quilla al abrirse siguió el del agua penetrando violentamente a bordo. En pocos segundos el Sirio quedó detenido en seco y la cubierta se llenó de grietas por las que escapaban espeluznantes chorros de vapor de agua.
En apenas diez minutos la popa quedó completamente sumergida y empezó a tirar del resto del barco hacia el fondo; aprovechando la confusión, el capitán Picone agarró la caja fuerte y embarcó en un bote con los oficiales, abandonando al pasaje a su suerte. El pánico se hizo dueño del barco, los pasajeros no habían sido adiestrados para ese tipo de emergencias y sin nadie que los guiara corrían como locos por el barco entre gritos, llantos y maldiciones. Se vivieron algunas escenas de heroísmo, aunque para desgracia de muchos se impuso la parte más sórdida del género humano y los más débiles, incluyendo mujeres y niños, fueron desposeídos de sus salvavidas a la fuerza.
Desde la playa muchos veraneantes fueron testigos improvisados del naufragio, que tuvo lugar a escasas tres millas de la costa. De manera espontánea se organizaron para auxiliar a los náufragos que trataban de llegar a tierra agarrados a cualquier objeto que flotara. Cuando la noticia llegó a la vecina Cartagena, una docena de lanchas de pesca salió en auxilio de las víctimas. Entre los pescadores y el farero de la isla consiguieron salvar a más de 600 personas. Lamentablemente y mientras el barco permaneció en sondas accesibles, otros se dedicaron al pillaje y al bochornoso saqueo de los equipajes. Cuando al fin pudo organizarse el rescate la mayor parte de los objetos de valor había desaparecido.
Cartagena se volcó en el apoyo a los náufragos a base de donativos, comida y ropa. Desde el primer momento la ciudad fue testigo de escenas de intensa emoción cuando los supervivientes se encontraban con sus familiares o conocían la fatal noticia de la muerte de un ser querido. Un joven contaba emocionado como había salvado la vida gracias al obispo de Sao Paulo, que le había dado la bendición antes de entregarle su chaleco salvavidas. El cuerpo de este religioso apareció un mes más tarde en las playas de Argelia. Una anciana que había acudido al muelle de Barcelona a despedir a su familia se suicidó al saber que todos habían muerto ahogados.
En el juicio que siguió al hundimiento el capitán Picone atribuyó la desviación del rumbo a las corrientes y a la alteración de la brújula como consecuencia de las minas de hierro en tierra, sin embargo la comisión italiana encargada de la investigación del siniestro concluyó que, desde tiempo atrás, los tripulantes del Sirio venían lucrándose con el embarque clandestino de emigrantes. La temeraria desviación de la derrota que terminó por encallarlo y hundirlo se debió al intento de recuperar el tiempo perdido en el fondeo de Alcira y a la búsqueda de alguna otra playa en la que hacer más lucrativo el repugnante negocio del capitán.
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