No me afrentó un enemigo, lo cual habría soportado;
ni se alzó contra mí el que me aborrecía…
sino tú, hombre, al parecer íntimo mío,
mi guía, y mi familiar.
Salmo 55:12-13.
Nadie me la quita (la vida),
sino que yo de mí mismo la pongo.
Juan 10:18.
ni se alzó contra mí el que me aborrecía…
sino tú, hombre, al parecer íntimo mío,
mi guía, y mi familiar.
Salmo 55:12-13.
Nadie me la quita (la vida),
sino que yo de mí mismo la pongo.
Juan 10:18.
Era de noche. Una tropa de hombres entró en el huerto de los Olivos. Armados con espadas y palos, querían prender a Jesús, quien no había cometido delito alguno, sino que era “manso y humilde de corazón” (Mateo 11:29). Tomaron linternas para buscar a aquel que era “la luz del mundo”.
No fue entregado por un enemigo, sino que su amigo Judas lo traicionó. Sin embargo, Jesús hizo un último llamado al corazón y a la conciencia del desdichado discípulo: “Amigo, ¿a qué vienes?” (Mateo 26:50). “Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre?” (Lucas 22:48). Jesús se adelantó y protegió a sus discípulos. “Entonces la compañía de soldados… prendieron a Jesús y le ataron” (Juan 18:12). Apresaron a Jesús, ¡el Hijo de Dios!
En el Antiguo Testamento se narra la historia de un rey que se atrevió a extender la mano para prender a un profeta enviado por Dios, pero su mano “se le secó, y no la pudo enderezar” (1 Reyes 13:4). En cambio Dios no intervino a favor de su Hijo amado: sus ataduras no fueron rotas, las manos extendidas contra él no se volvieron inertes.
Jesús, el Creador hecho hombre, se dejó traicionar y maltratar por sus propias criaturas para salvarlas. Clavado por ellas en la cruz, dijo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. ¡Qué misterio y qué amor!