Grabado antiguo representando a los ángeles caídos uniéndose a las hijas de Adán. La palabra nefilim o nephilim proviene del hebreo que quiere decir los caídos y estos seres eran para la tradición judía y cristiana un pueblo de gigantes resultado de la unión entre los Grigori ( los ángeles caídos) y las hijas de Adán (primeros descendientes después de Adán y Eva).
Breve investigación sobre un apasionante misterio
bíblico e histórico
La figura o la idea del diablo y el nombre de Lucifer o de Satanás se hallan con frecuencia inseparablemente unidos. Y asociamos su maldecida esencia a la fracasada rebelión que protagonizó contra Dios y que le convirtió para siempre en un ángel caído.
También se nos ha enseñado que fue este mismo diablo llamado Satanás el que tentó con éxito, bajo la forma de una serpiente, a nuestra madre Eva en el Edén, precipitando su inmediata expulsión —y la de su seducido partenaire— del cuestionable paraíso en el que vivían.
No bien habitaba ya el diablo en aquel maravilloso jardín, la rebelión angélica de la que fue protagonista debió de tener lugar en algún momento anterior a la creación del hombre por Dios al séptimo día de su inspirada semana. ¿Pero en cuál de esos seis días previos pudo haberse desarrollado tan insólita contienda? El Génesis guarda silencio al respecto. Ahora bien, este mismo libro relata en otro pasaje un episodio extraordinario que se desarrolló en los albores de aquella humanidad aún recién creada —aunque ya hubieran transcurrido seis generaciones longevas desde el destierro del paraíso—, atañente asimismo a una rebeldía y posterior caída de los ángeles del cielo.
Génesis, 6, 1-8.- «Cuando comenzaron a multiplicarse los hombres sobre la tierra y tuvieron hijas, viendo los hijos de Dios que las hijas de los hombres eran hermosas, tomaron de entre ellas por mujeres las que bien quisieron. Y dijo Yahvé: «No permanecerá por siempre mi espíritu en el hombre, porque no es más que carne. Ciento veinte años serán sus días». Existían entonces los gigantes en la tierra, y también después, cuando los hijos de Dios se unieron con las hijas de los hombres y les engendraron hijos. Estos son los héroes famosos muy de antiguo. Viendo Yahvé cuánto había crecido la maldad del hombre sobre la tierra y que su corazón no tramaba sino aviesos designios todo el día, se arrepintió de haber hecho al hombre en la tierra, doliéndose grandemente en su corazón, y dijo: «Voy a exterminar al hombre que creé de sobre la faz de la tierra; y con el hombre, a los ganados, reptiles y hasta las aves del cielo, pues me pesa de haberlos hecho». Pero Noé halló gracia a los ojos de Yahvé».
En este pasaje tan condensado del primer libro de la Biblia se relatan una serie de hechos que, por sí solos, apenas tienen sentido para el lector piadoso que se aproxima a ellos con un vano intento de reflexionar sobre la fe en que sustenta su piedad.
Para situarnos en el contexto temporal, nos hallamos ante sucesos antediluvianos, en el sentido más exacto del término, y es precisamente a partir del final de la cita cuando da comienzo la historia archiconocida de Noé y el relato del diluvio universal.
Los acontecimientos narrados como de pasada y brevemente en el pasaje genesíaco —o genético— evidencian, entre otras cosas, el abismo existente entre la concepción del hombre predicada en el libro introductorio del Antiguo Testamento, de corte animalesco y de índole creacionista pero des-afiliada, y el sentido absolutista y transcendente que Jesús nos ofrece en el Nuevo, donde al hombre se le atribuye la cualidad espiritual de «hijo de Dios». No así en el relato que estoy comentando, donde los hijos de Dios no son exclusivamente sino los seres celestiales, los ángeles —caídos o no—, o los vigilantes que, desde las alturas, desde las altas bóvedas extraterrenas, tienen la tarea de custodiar el desarrollo de su creación, de uno más entre el resto de los animales que pueblan la tierra, de manera no menos prosaica y alejada de lo espiritual que si estuviéramos hablando de una especie de inmenso zoo planetario. No es de extrañar, no obstante, si tenemos en cuenta que el significado que actualmente damos a la palabra «espíritu» (el de Yahvé que permanecía en el hombre en los días de Edén) se aleja bastante del sentido que podría tener originariamente en hebreo, donde la palabra «ruakh», o espíritu del que el hombre estaría investido, se traduciría por «aliento» o por «viento», en sinonimia con la originaria acepción del pneuma griego.
Y son esos superiores «hijos de Dios» (tampoco se habla de «hijas de Dios») los que copulan —con o sin su consentimiento (eso no importa)— con las hijas de los hombres en una actuación que más parece una violación en masa que una entente cordiale. Pero no acaba ahí la tropelía. Después de consumada una acción cuya autoría el Génesis atribuye a la voluntad voluptuosa de los hijos de Dios, a Yahvé no se le ocurre otra cosa que impartir su justicia condenando al hombre con una frase lapidaria que limitará los días de su vida a 120 años.
De estas uniones antinaturales nacerán posteriormente (aunque, enigmáticamente, se afirma que anteriormente ya «existían entonces los gigantes en la tierra») unos engendros, los gigantes llamados «nefilim», a quienes el texto bíblico reconoce como los héroes de la antigüedad, tal vez refiriéndose a los semidioses del mundo mitológico griego.
Así de escuetamente termina la única referencia del Génesis a esos extraños seres que debieron de poblar la tierra en los albores de la humanidad, a tenor del recuerdo conservado de ellos en tantas dispersas culturas.
Y sin solución explicativa de continuidad, serán nuevamente los pecados del hombre los que desencadenen la ira de Dios (de Yahvé) desbordada (al parecer, también el dios veterotestamentario pecaba siquiera capitalmente), cuyo descontrol emotivo casi destruye todo rastro de vida sobre la tierra mediante el «universal» diluvio del que aún hoy, miles de años después, se conserva memoria atávica en las cuatro partes del globo.
Que de un relato tan interesante como éste, en el que los mismísimos ángeles guardianes son representados adoleciendo de veleidades comportamentales propias de los más bajos instintos carnales que se alejan irremediablemente de cualquier desapegada espiritualidad, se nos ofrezca noticia tan cicatera, nos hace sospechar de su carácter más cercano al mito que a una contrastada realidad pre-histórica. Sin embargo, afortunadamente, el texto presentado se revelará como una simple anécdota bibliográfica teniendo en cuenta la existencia de otros auténticos libros donde el argumento marginal se transforma en tema central.
Pero antes de adentrarnos a analizar qué dicen al respecto esos otros textos, veamos las variaciones que nos ofrece el judío Flavio Josefo en su obra «Antigüedades Judías» (Ediciones Akal, S.A., 1997), Libro I, después de hablar, en un pasaje no menos interesante sobre la descendencia de Set, de la humanidad posterior a Adán.
67 Descendientes de Set. [...] «Y, siendo todos ellos de buena condición, habitaron tranquilos y felices las mismas tierras, sin que hasta el momento de la muerte les aconteciera nada desagradable, e inventaron la ciencia relativa a los cuerpos celestes y a su regulación. Y con el fin de que no escaparan a los hombres estos descubrimientos ni se perdieran antes de ser conocidos, al advertirles Adán que tendría lugar la desaparición de todo rastro de vida, en un caso por efecto del fuego y en otro por la fuerza y la abundancia de agua, levantaron dos columnas, una de adobe y otra de piedras, y en ambas escribieron los descubrimientos, para que, incluso desaparecida la de adobe por el diluvio, permaneciera la de piedra y permitiera a los hombres conocer el texto de la inscripción, además de señalar que habían erigido también otra columna de adobe. Y permanece hasta el día de hoy en la región de Siris». [¿Puede estar refiriéndose Flavio Josefo al mencionar esa columna de piedras a la Gran Pirámide y a la tradición que habla de antiguos conocimientos celosamente escondidos detrás de sus muros? Lamentablemente, nada sabemos sobre esa región de Siris donde se hallaría ubicada y donde aún se mantendría erguida en tiempos del historiador judío].
72 Degeneración posterior. [...] «Y estos durante siete generaciones permanecieron fieles a la idea de que Dios es el señor del Universo y haciendo todo con miras a la virtud, pero luego, con el paso del tiempo, abandonando los comportamientos patrios cambiaron a peor, no ofreciendo ya a Dios los honores debidos ni manteniendo una relación justa con los hombres [no se sabe si Flavio Josefo está hablando de los primeros hombres o de los ángeles], sino que el celo que antes sentían por la virtud lo duplicaron entonces por el vicio, según mostraban en todo lo que hacían. De ahí vino que obligaran a Dios a enfrentarse con ellos. En efecto [aquí se halla la relación causal a que me refiero], muchos ángeles de Dios copularon con sus mujeres y engendraron hijos soberbios y desdeñosos de todo lo bello, por confiar en su capacidad. Y es que estos, según la tradición cuenta, cometieron iguales desmanes que los atribuidos a los gigantes por los griegos. Noé, en cambio, molesto con sus fechorías y disgustado con sus decisiones, trataba de persuadirlos a que cambiaran a mejor sus determinaciones y acciones, pero al ver que no le hacían caso y que, por el contrario, estaban poderosamente dominados por el placer de los vicios, abandonó el país con sus mujeres, sus hijos y las esposas de estos, por temor a que lo mataran».
Nuevamente nos encontramos con breves alusiones a unos hechos que, seguramente distorsionados por el paso de los milenios transcurridos, o prácticamente casi olvidados, resultaron tan trascendentales para la historia de la humanidad que, precisamente a pesar de la lejanía del tiempo en que sucedieron, aún conservaban suficiente relevancia en el consciente colectivo de los pueblos de la antigüedad para pervivir entre sus tradiciones religiosas con una significancia de verdad que nuestros modernos hagiógrafos han categorizado como mito. Pero el mito y los mitologemas no son sino eufemismos lingüísticos inventados por los racionalismos para desvirtualizar de contenido material los hechos reales, que adornados con la forma poética de lenguajes extinguidos, cuya semántica completa no alcanza nuestra comprensión, recogieron los antiguos para que fueran conservados y transmitidos a las generaciones venideras.
El Libro de los Vigilantes de Henoc
Existe, no obstante, un libro, el del Henoc etiópico, que es en realidad un conjunto de libros refundidos por mano anónima, y que puede encontrarse en castellano en el Volumen IV dedicado al ciclo de Henoc, de la obra “Apócrifos del Antiguo Testamento”, publicado en 1984 por Ediciones Cristiandad, extraordinariamente interesante, siquiera fuera por lo sugerente de uno de los libros de que se compone, el «Libro de los Vigilantes». Nótese en primer término que este título de «vigilantes» atribuido a los ángeles o entidades más cercanas al Dios celestial, por cuanto eran los «hijos de los cielos», no es exclusivo de Henoc, y debía de estar arraigado en la tradición judía, no bien también lo recoge el profeta y visionario Daniel en 4-14 («Esta sentencia es decreto de los vigilantes, es resolución de los santos, para que sepan los vivientes que el Altísimo es dueño del reino de los hombres y lo da a quien le place, y puede poner sobre él al más bajo de los hombres») y en 4-20 («En cuanto a lo que ha visto el rey: un vigilante, un santo que bajaba del cielo y decía: Abatid el árbol, destruidlo, pero el tocón y sus raíces dejadlos en tierra, con ataduras de hierro y bronce, entre la hierba del campo, y sea bañado del rocío del cielo y comparta la suerte de las bestias del campo hasta que hayan pasado por él siete tiempos»).
En cuanto al término «vigilante» del Libro de Henoc, es un epíteto traducido así tradicionalmente del etiópico «teguhan», constantes (servidores); en otros pasajes, la expresión literal es «los que no duermen». En cuanto al texto arameo de los fragmentos hallados en Qumran del Libro de los Vigilantes, la traducción halla sentido en la raíz aramaica que significa «despertar», «estar en vela, vigilante», para designar a unos seres superiores que habitaban el cielo [son notas tomadas de la obra ya citada].
Es en el Libro de los Vigilantes de Henoc donde se detalla más extensamente el relato de una rebelión celestial tradicionalmente estimada como espiritual mediatizada por caracteres sospechosamente físicos. Este parece ser el relato de los ángeles caídos que tuvo lugar durante la sexta generación humana desde la creación de Adán. Pero entonces, ¿quién (o quiénes) era la serpiente antigua, el diablo o Satanás que tentó a Eva y provocó la expulsión del Edén de nuestros primeros padres? ¿No se nos ha enseñado que Satanás fue un ángel, el ángel caído por antonomasia? ¿Cuándo aconteció realmente la rebelión contra Dios (o contra un comandante en jefe celeste)?
Según Henoc, que era el séptimo patriarca después de Adán, cierto número de ángeles o de vigilantes celestiales (¿vigilantes de qué?; ¿de la evolución del hombre?) se juramentaron bajo anatema «en aquellos días, cuando se multiplicaron los hijos de los hombres…» para tomar por mujeres a las hijas de los hombres, que eran hermosas y deseables. Al parecer, iba a ser una acción que tenían expresamente prohibida. Y Semyaza, el líder de los rebeldes, no queriendo asumir solo la culpa, hizo jurar el complot a todos los que estaban de acuerdo con desobedecer la orden de no mantener contacto con el hombre, ese —digo yo— animal inferior: «Temo que no queráis que tal acción llegue a ejecutarse y sea yo solo quien pague por tamaño pecado». Cuenta Henoc que «eran doscientos los que bajaron en los días de Yared sobre la cima del monte Hermón» [Yared fue el sexto después de Adán. Según la cronología del Génesis, nació el año 460 de la Creación y murió en el año 1422; durante ese período de 962 años de su vida habría tenido lugar la caída angélica].
El pecado de aquellos seres fue que «tomaron mujeres; cada uno se escogió la suya y comenzaron a convivir y a unirse con ellas, enseñándoles ensalmos y conjuros y adiestrándolas en recoger raíces y plantas [...] Azazel enseñó a los hombres a fabricar espadas, cuchillos, escudos, petos, los metales y sus técnicas, brazaletes y adornos; cómo alcoholar los ojos y embellecer las cejas, y de entre las piedras, las que son preciosas y selectas, todos los colorantes y la metalurgia. Hubo gran impiedad y mucha fornicación, y se corrompieron sus costumbres. Amezarak adiestró a los encantadores y a los que arrancan raíces; Armaros, cómo anular los encantamientos; Baraquiel a los astrólogos; Kokabiel, los signos; Tamiel enseñó astrología; Asradel, el ciclo lunar. Pero los hombres clamaron en su ruina y llegó su voz al cielo».
Los ángeles caídos, por tanto, lo son por un doble pecado: por haber fornicado con las hijas de los hombres, y por haber revelado al hombre ciertos conocimientos que, para mantenerlo en un estado de ingenuo primitivismo, tenía vedados. Aquella ancestral «revelación» devino en divina «rebelión». Da la impresión de que incumplieron su cometido de «vigilar» desde fuera (desde arriba) y que actuaron de consuno tomando parte activa en el desarrollo civilizador del hombre. Su pecado no fue otro que hacer de civilizadores, enseñando al hombre a sembrar, a hacer uso de los minerales y a transformarlos, a observar y medir el cielo y los astros, dando un impulso ajeno y artificial detonador de un nuevo estadio en la evolución natural humana (¿del homo sapiens al homo sapiens sapiens?), a impulsos de unos deseos físicos incontenibles (a juzgar por el paso que dieron a sabiendas de las consecuencias catastróficas de su acción), que solucionan definitoriamente y sin ambages el tan traído y llevado «sexo de los ángeles».
En el resumen de los hechos que hace el Génesis la concupiscencia angélica no tiene otras consecuencias que el engendro de los nefilim. Como los hombres de Cortés o de Pizarro, la licenciosidad de su empuje civilizador no conllevó causas penales asociadas.
Sin embargo, para el autor del Libro de los Vigilantes, su deshonesta acción fue la causa de su caída y de su castigo eterno. Lo cual no se puede entender sin considerar a esos seres angélicos como auténticos seres carnales, quizá cercanos a las esferas celestes, pero desde luego bien alejados de los círculos celestiales. Y tampoco se comprende el castigo sino como consecuencia de una transgresión de un orden natural que se ha alterado peligrosamente con consecuencias imprevisibles, al haber desoído instrucciones precisas de alguna suerte de entidad de alto mando en un momento de despiste o de ausencia temporal incomprensible en la definición de un Dios ubicuo y omnisciente.
«Semyaza, a quien tú has dado poder para regir a los que están junto con él, ha enseñado conjuros. Han ido a las hijas de los hombres, yaciendo con ellas: con esas mujeres han cometido impureza, y les han revelado estos pecados. Las mujeres han parido gigantes, por lo que toda la tierra está llena de sangre e iniquidad [...] Y dijo también el Señor a Rafael: Encadena a Azazel [el texto habla indistintamente de Semyaza o de Azazel como líder de la conjuración] de manos y pies y arrójalo a la tiniebla; hiende el desierto que hay en Dudael y arrójalo allí. Echa sobre él piedras ásperas y agudas y cúbrelo de tiniebla; permanezca allí eternamente; cubre su rostro, que no vea la luz, y en el gran día del juicio sea enviado al fuego».
En realidad, ¿no ha sido así en la mayoría de las culturas que conocemos? Quiero decir: los mitos de la prehistoria de los pueblos hablan de seres extraños a la propia cultura que fueron quienes enseñaron al hombre los secretos de la naturaleza, pasando por el conocimiento de la siembra, de la domesticación de los animales o de la ciencia de los calendarios. En ningún caso se nos habla de que fuera el propio hombre el que descubriera de tal o cual modo las artes prácticas tan útiles para el desarrollo de los pueblos. Las viejas tradiciones sobre el impulso civilizador son siempre ajenas, vienen de fuera del entorno tribal. Como prototipo arcaico mostrativo, la mitología preindoeuropea de la cultura vasca atribuye a los basajaunak («los señores del bosque», criaturas de ética ambigua y de aspecto parecido al hombre) el conocimiento de ciertos secretos de la naturaleza que guardan celosamente al objeto de que no sean robados por el hombre, lo cual no obstante sucederá finalmente mediante el uso de ciertas tretas y engaños atribuidos en el mito a la recurrida personificación de Sanmartin o Martintxiki (después de todo, los basajaunak tampoco eran tan listos).
Pero volviendo al tema que nos ocupa, ¿fue aquélla la caída real angélica? Antes he apuntado que Satanás ya formaba parte del escenario de la creación del hombre, y su intervención fue decisiva para que el ser humano alcanzara la consciencia de sí mismo separándose así cualitativamente del resto de los animales con los que convivía asilvestradamente. ¿Es posible que ya hubiera habido una rebelión anterior a la que tuvo lugar en tiempos —según nos cuenta Henoc— de Yared? ¿O son las manos de los amanuenses que recogen las tradiciones quienes confunden los tiempos en que se produjo? Henoc llama a los ángeles caídos los satanes, nombre genérico que alguna tradición posterior personalizaría en Satanás; sin embargo, se afirma que «[...] el tercero se llama Gadreel: éste enseñó todos los golpes mortales a los hijos de los hombres; él sedujo a Eva Eva Eva [...]». Y continúa explicando cómo ha pervertido al hombre especialmente la enseñanza de la escritura (don también superior): «El cuarto se llama Penemué: éste mostró a los hijos de los hombres lo amargo y lo dulce, y todos los arcanos de su sabiduría. Él enseñó a los hombres la escritura con tinta y papel, a causa de lo cual son muchos los que se extravían desde siempre y hasta siempre, hasta este día. Pues los hombres no fueron creados para semejante cosa: con pluma y tinta fortificar su fe».
El Libro de los Muertos
El llamado Libro de los muertos o Fórmulas del salir durante el día para los antiguos egipcios, de época tolemaica, es un compendio de fórmulas mágicas, o de grimorios, que posiblemente tampoco tuvieran sentido para los contemporáneos de la fecha en que se elaboró el mismo como una especie de recopilación de los no menos relevantes Textos de las pirámides.
Pero de su farragosa lectura tal vez podamos rescatar alusiones que guardan directa relación con el tema que estamos tratando, siquiera intuitivamente. Porque en el trasfondo de esas fórmulas pretendidamente mágicas, utilizadas para velar al difunto en su viaje al más allá, se pueden esconder —como en tantas otras ocasiones— velados relatos de hechos que realmente pudieron tener lugar en un remoto pasado, y cuya preservación para el conocimiento de las generaciones futuras, o bien precisa ser transmitido inconscientemente por quien no lo entiende, asumiéndolo como algo sagrado, y digno, por tanto, de ser guardado, o bien es irremisiblemente transformado por reglas inadvertidas del lenguaje que evoluciona socialmente en el transcurso de largos períodos de tiempo.
A través de la traducción que del Libro de los muertos según el papiro de Turín proporciona Boris de Rachewiltz (versión castellanizada por Ediciones Destino, 1989), resulta difícil no apercibirse de las similitudes escénicas que guardan sus páginas con el relato bíblico. «Yo soy uno de aquellos dioses —dice la primera de las fórmulas—, los Jueces que efectúan la justificación de Osiris contra sus adversarios en el día en el que son pesadas las Palabras [...] Yo soy uno de los dioses concebidos por Nut que destrozan a los adversarios del Ser con el corazón inmóvil (Osiris), que encarcelan a los Sebau para él». Diccionario: Sebau: los «Hijos de la Rebelión», personificación de las potencias de las tinieblas que combatieron contra las de la Luz, resultando vencidas.
Veamos otros ejemplos mostrativos de dicho paralelismo:
- «Entro y salgo de la cisterna de las llamas aniquilando a los Sebau, los rebeldes en Jem».
- [Título]:«Fórmula para pasar sobre el dorso del Apep que es el Mal». Diccionario: Apep: El dragón maléfico, símbolo de las tinieblas demoníacas y del mal que diariamente se opone a la circulación de la Luz [...] Pictográficamente está representado bajo forma de una serpiente jorobada de la que surgen cuchillos.
- «Es el inicio de Ra cuando surge en Het-nen-nesut como el Ser que se ha dado forma, cuando Shu ha levantado al cielo quedándose en la altura de Jemenu [lit.: la Ciudad de los Ocho]. Él ha destruido a los Hijos de la Rebelión a la altura de Jemenu».
- «Yo soy ese gran gato que se encontraba en el lago del árbol Persea en Heliópolis la noche de la batalla en la que ocurrió la derrota de los Sebau y el día del exterminio de los adversarios del Señor del Universo [...] Respecto a aquél que está en la cuenca de Persea en Heliópolis es aquel que ha [vencido] a los Hijos de la Rebelión y a cuanto han hecho. Y respecto a la noche de la batalla es cuando llegaron al oriente del cielo y hubo batalla en el cielo y sobre la tierra hasta sus más alejadas fronteras».
- «Y los Sebau que han sido derrotados y destruidos son los aliados de Set cuando renovaron el asalto [...] Y respecto al juicio de quienes no están ya es la parálisis de las fuerzas de los Hijos de la Rebelión».
- «[...] y ellos han sido entregados al Gran Aniquilador que vive en el Valle de las Tinieblas para que no puedan escapar jamás de la vigilancia de Gueb».
- «Yo soy Set, jefe de los rebeldes [...]»
[...]
Set, Satanás, Azazel, Semyaza… ¿Son todos estos nombres apelativos culturales que adjetivan a un mismo personaje o entidad sobrehumana protagonista de una historia antigua inevitablemente distorsionada? ¿Se entabló alguna vez en un espacio adimensional una batalla espiritual entre el Bien y el Mal, en cuyo caso entenderíamos que se habría desarrollado de forma simbólica o incorpórea con desenlace incruento, o pudo, por el contrario, tener realidad física en los cielos corpóreos una especie de guerra de las galaxias en la que los actores que hacían de malos interpretaban una primera versión prototípica de Darth Vader? ¿Qué papel desempeñaron en medio de una humanidad surgente cuando, tras la derrota sufrida, fueron confinados, el líder de la sedición y sus huestes, en el planeta Tierra?
Tal vez sea un disparate pretender atribuir connotaciones de película de ciencia ficción a lenguajes que, por su propia idiosincrasia religiosa, no pueden ser accesibles sino tras de una elevada ascesis que logre quebrar la impenetrabilidad de una simbología que se escapa al común de los mortales. Pero, no habiéndome desapegado aún enteramente de mis prosaicas ligaduras materiales, me resulta arduo no ver en este pasaje del capítulo 12 del Apocalipsis una descripción expresiva de un acontecimiento ocularmente «visible» y espiritualmente ininteligible:
«[...] 7 Y se trabó una batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles iniciaron el combate contra el dragón.
8 Y el dragón peleó y con él sus ángeles, y no pudieron resistir, y no se halló ya para ellos lugar en el cielo.
9 Y fue precipitado el dragón grande, la serpiente antigua, que se llama diablo y Satanás, el que seduce a todo el mundo; fue precipitado a la tierra, y sus ángeles fueron con él precipitados».