Marruecos ancestral
Como nos invadieron, al mando de un caudillo bereber muy fiero, y ocuparon durante ocho siglos, con desigual fortuna, una buena parte de los territorios donde vivían –no siempre bien avenidos– nuestros antepasados remotos, quizá se olvida a veces que los pobladores actuales de Marruecos también han sido, como los hispanos, gente muy permeable y sufrida. El buen clima, las largas franjas marítimas y la fertilidad de los campos nos asemejan, entonces y ahora, explicando, al margen del ansia de conquista y la vecindad, la atracción mutua, no exenta de recelos, que hemos sentido los unos por los otros. Si uno procede del sureste de España, como es mi caso, y ha crecido al pie de una antigua alcazaba mora, comiendo los dátiles de un palmeral que ningún otro lugar de Europa alberga, la cosa adquiere ribetes étnicos más acentuados, de los que no hablaremos aquí. Aquí se habla, en compañía de las estupendas fotos de Navia, de un bellísimo trozo de Marruecos donde coinciden la huella monumental de los romanos, la ciudad imperial origen de la actual monarquía alauí, el intercambio humano y cultural de lo andaluz y lo arábigo, y la parte privada de la religión mahometana constructora de grandes recintos de fe que rara vez podemos visitar los no creyentes.
Se dice a veces que las mejores obras dejadas por los grandes pueblos fundadores de la antigüedad clásica se erigieron fuera del marco estatal. Los turcos sostienen, y no les falta razón, que los más airosos vestigios griegos están en su territorio, coincidiendo a menudo con lo otomano, del mismo modo que los granadinos se jactan de tener en sus confines el más hermoso conjunto palacial musulmán. El Imperio Romano dio pruebas, por toda Europa y África, por Arabia y el Oriente Próximo, de que, al paso marcial de sus legiones, sus ingenieros y sus arquitectos, sus agrimensores y sus artistas, iban haciendo con genio y mucho ímpetu su labor; ahí siguen los puentes hispano-romanos, los prodigiosos conductos acuáticos, los teatros de la palabra y las casas pensadas ya para el confort y no solo para el convivio. Los norteafricanos, por su lado, proclaman que los emperadores de la lejana Roma fueron a construir en un sequedal de Túnez el más noble anfiteatro del mundo, superior en reciedumbre y planta al propio Coliseo y al teatro de Nimes; y que entre ondulados campos de olivos se creó un enclave exquisito donde la hija de Cleopatra y Marco Antonio, casada con el rey Juba II, pudiera hidratarse en las termas, pasear regiamente bajo el arco de triunfo en honor de Caracalla y ver al aire libre, en las noches cálidas, las comedias satíricas estrenadas un poco antes en la metrópoli. Me refiero, respectivamente, al anfiteatro de El Jem (la Thysdrus romana), una mole de piedra que parece emerger del fondo de la tierra de una meseta árida, quitándole así hace cien años el sueño al viajero André Gide, que la evoca en su novela El inmoralista, y a la ciudad de Volúbilis, a treinta kilómetros de Mequinez y cinco de Mulay Idris.
La situación geográfica de Mequinez fue un factor determinante de su expansión. Alejada lo suficiente de las costas atlánticas y mediterráneas, y por ello a resguardo de la codicia de otras tribus magrebíes y de otros corsarios cristianos, el sultán Mulay Ismail decidió emplazar en esas tierras la capital de su reino, donde viviría suntuosamente con sus esposas, matrimoniadas o concubinas; con sus hijos, cifrados en centenares, y protegido por "unos doscientos jefes y caíds que le seguían dos veces por día en sus paseos, con los cuatro mil negros que formaban su guardia". Mulay Ismail, a pesar de esta ostentación numérica, fue un monarca ilustrado y cosmopolita que accedió al trono, en lo que para los occidentales es el tercio final del siglo XVII, a la muerte de su hermano Mulay al Rashid. Pero no eran hermanos únicos; Mulay Ismail tuvo que guerrear con 83 hermanos y hermanastros que disputaron su prelación, todos sin éxito. Sofocada la insurrección fraterna, tuvo que vérselas con los españoles, a quienes arrebató Larache y Asilah; con los británicos y con los muy presentes portugueses, que expulsó de sus dominios de Mogador y Mazagán. La paz se hizo a costa de mucha sangre, pero una vez conseguida, el sultán se entregó a las obras públicas y al progreso de las artes. Así nace, de un poblado anterior fundado por la tribu bereber de los zenatas y ocupado por sucesivas facciones de almorávides, almohades y meriníes, una ciudad que ya antes, en el siglo XVI nuestro, tenía, según la describió León el Africano, "bellos templos, […] tres colegios de estudiantes y una decena de grandes baños turcos". Contemporáneo de Luis XIV, Mulay Ismail deseaba mucho más que eso: un Versalles marroquí.
Partiendo del núcleo urbano meriní, el sultán, dejándose asesorar por un nutrido grupo de emigrantes andalusíes, dedicó buena parte de sus cinco décadas de reinado (entre 1672 y 1727) a engrandecer la ciudad y llenarla de residencias y fortificaciones monumentales, para lo que dispuso de miles de obreros reclutados, generalmente por la fuerza, de otras regiones de Marruecos, así como de esclavos de raza negra y cristianos cautivos. La plaza central de Mequinez, hoy y entonces llamada de El Hedim, debe su nombre, "plaza de los escombros", a la gran cantidad de materiales de derribo que dieron paso a las nuevas construcciones ordenadas y seguidas de cerca por el rey, a quien, según el relato del embajador francés de la época, "se le veía con frecuencia ponerse manos a la obra como el último de los trabajadores". Hacia 1700, el sultanato alauí de Mulay Ismail dominaba todo el territorio actual de Marruecos y Mauritania, tenía intercambio comercial con las principales ciudades europeas y embajadas en Francia e Inglaterra. Solo algo le falló en sus ambiciosos designios: la boda con Ana María de Borbón, hija del Rey Sol y futura princesa de Conti. La petición de mano, tras haber sido advertido de los encantos de la princesa por un consejero despachado a Versalles, fue rechazada, quizá, se especuló novelescamente, porque Mulay Ismail era, aunque bien proporcionado y de estatura alta, "más negro que blanco, es decir, mulato", en las palabras del canciller francés Monsieur de Saint-Olon.
Siendo muy impresionante, Mequinez no mantiene intacta toda la grandeza de aquel tiempo dorado; el sultanato empezó su declive a la muerte de Mulay Ismail en 1727, y la capital fue poco después, en 1755, severamente afectada por el terremoto de Lisboa, cuya onda expansiva volvió a reunir en la desgracia a norteafricanos y españoles; en nuestro país, la destrucción, más dañina en Andalucía, llegó hasta las provincias de Zamora y Ciudad Real. Pero Mequinez no es, como Volúbilis, una bella ciudad fantasma para turistas de un día, ni un recinto sagrado como Mulay Idris, que solo en el mussem o peregrinación anual del mes de agosto a la tumba del santón más venerado del país –en tanto que descendiente de Alí, el yerno del profeta por su matrimonio con Fátima, hija y sucesora de Mahoma– adquiere un ambiente de feria abierta y algarabía para los que no van a adorar al santo. Mequinez, al igual que otras ciudades monumentales de Marruecos, como Fez, Essaouira, Marraquech o Taroudant, todas amuralladas, es una urbe poblada y viva, con un abigarramiento no solo pintoresco.
El deambular de gente y la actividad comercial son muy notables en torno a la citada plaza de El Hedim, donde está una de las joyas del arte alauí, la puerta de Bab al Mansur (puerta del Renegado Victorioso), que combina en refinada labor decorativa el mármol de Carrara de las columnas y el colorido vibrante de los azulejos y yeserías pintadas. La puerta fue una iniciativa del propio Mulay Ismail, aunque la acabó, al morir él, su sucesor. Al gran sultán se le puede rendir tributo, de todos modos, visitando su mausoleo, emplazado céntricamente entre la primera y tercera de las murallas de la medina, y en el que se permite la entrada a los no musulmanes por una decisión extraordinaria de homenaje a su antepasado tomada por Mohamed V, el abuelo del actual rey. El mausoleo de Mulay Ismail tiene, al lado de su gravedad fúnebre, la gracia de un palacete cortesano grande y vistoso. Son de admirar el minucioso trabajo del estuco que adorna la cámara funeraria, donde acompañan al sultán los restos de su esposa Lalla Jnuata y sus descendientes, y el techo de cedro esculpido de la estancia por la que se accede a las tumbas. Al lado de ese recargado sanctasanctórum, los patios abiertos son refrescantes, jugando, como tan a menudo sucede en la arquitectura arábigo-andaluza, con el efecto de apertura al vacío y espejismo.
La excursión a Volúbilis es inevitable si se visita Mequinez. Habitada desde el neolítico, ocupada un tiempo por los cartagineses, los romanos la rehicieron y la embellecieron, como ya hemos dicho, y luego, después de la ruina que produjo a sus edificaciones el terremoto de Lisboa, cayó en el olvido. Un ministro plenipotenciario francés, Tissot, la encontró e identificó en el siglo XIX, siendo excavada a partir de 1887. Hoy, pese a la concurrencia multitudinaria en los meses de turismo alto, aún tiene el encanto de los lugares que un día rebosaron de vida y destino y ahora se cierran al anochecer, quedándose los faunos y las saltarinas bestias de sus mosaicos en estado latente. Pero hay que avisar que si uno quiere recomponer la grandeza completa de lo que fue Volúbilis, no podrá acabar allí su pesquisa. Después de recorrer el foro y detenerse ante la basílica y ver las espectaculares piedras taraceadas de sus suelos figurativos y geométricos, que siguen in situ, el viajero tendrá que ir al Museo Arqueológico de Rabat para disfrutar allí de la espléndida colección de bronces y efigies de mármol procedentes de Volúbilis: los efebos erguidos o a caballo, la mula coronada de pámpano y un busto de extraordinario verismo de Juba II cuando era príncipe y recibió de manos del emperador Augusto el reino de Mauritania.
En los retratos de Navia se ven las constantes de una vida cotidiana: los cafés, los artesanos, los hornos, las cabezas de las mujeres con velo y sin velo. El café sigue siendo un reducto masculino, sobre todo los días (¿hay alguno que no?) en que se disputan partidos de fútbol de la Liga española y torneos internacionales donde juegan el Real Madrid y el Barça. Este último, en mi opinión de observador profano en la materia, ha desbancado ostensiblemente al Madrid en el corazón de los aficionados marroquíes, y más de una vez he sido testigo, al final de un partido trascendental ganado por los azulgranas, de cómo una ciudad grande se llenaba de caravanas de coches celebrando los goles de Messi con vítores y cláxones. En los cafés de Marruecos, donde se da por cierto un buen café exprés, también se fuma tabaco y, de un modo más reservado, la pipa de agua, que hace pocas semanas ha sido prohibida en todos los cafés del reino, aparentemente para proceder a su regulación fiscal y al saneamiento de los locales. Sigue siendo muy raro (yo solo recuerdo una vez en Casablanca) ver a mujeres nativas fumando en las terrazas, como se ve, por ejemplo, en Estambul o Beirut.
Los puestos callejeros de comida son siempre excitantes, aunque en esto cada uno tiene sus límites estomacales y sus temores ancestrales. Los británicos, de tan probada experiencia colonial, tienen a ese respecto dos máximas fiables: "If you can peel it, eat it" ("si se puede pelar, cómetelo") y "If it is boiled, it is safe" ("si está hervido, es seguro"). Ahí sí soy anglófilo, aunque se me van los ojos de arábigo genético detrás de los pinchos morunos, las pescadillas fritas y el maíz a la brasa que inundan con su aroma todos los zocos. Están muy sabrosos, aunque el condimento de hierbas es fuerte, los caracoles, que los nativos, después de sacarles la esencia con el correspondiente palillo, rematan bebiéndose el caldo en el cuenco donde los sirven.
Lo que sigue siendo una gloria nacional es el pan. Las costumbres foráneas han popularizado, como en España, la baguette, pero el pan por antonomasia de Marruecos es el pan plano y redondo, substancioso, tierno y nada correoso de un día para otro. Los jóvenes lo comen en bocadios (sic), variante de nuestro bocata, que ellos rellenan, en vez de calamares, de salchichas. El pollo es otro símbolo, y su lenta elaboración por ristras en los asadores forma parte del paisaje de las ciudades. Tanto más que su carne, me resulta apetitosa la autenticidad de su inmediata conversión en comestible. En los mercados de todo el país, y en muchas otras esquinas de sus pueblos pequeños y grandes, las pollerías son el teatro de la vida real, donde las aves, apiñadas sobre un suelo de serrín, esperan, tal vez inconscientes de su destino inmediato, a que el comprador elija un par de ellas que el pollero, con un arte seguramente perdido en el mundo civilizado, degüella a la vista de los clientes, despluma, eviscera, lava y entrega, todo ello en menos de diez minutos. Los seres sensibles prefieren sin duda no ver en vivo esta cadena del ser alimentario, diluyendo su culpa carnívora en el pensamiento del matadero en serie y la bandeja plastificada del supermercado. El sufrimiento de cualquier animal me produce pena, pero ya que, al igual que tantísimas otras personas de buen corazón, como carne, el rito milenario del sacrificio público, por cruento que sea, no me parece más cruel que la muerte industrial.
Dos barceloneses de nacimiento, extraterritoriales ambos de instinto y separados por las ideas y los siglos, han hablado con conocimiento de causa de esas tierras del norte de África cercanas a nosotros. El segundo, felizmente vivo, las conoce mejor que el primero, aunque este, que no fue novelista, hizo de su vida una gran novela de aventuras. Era lógico por eso que Juan Goytisolo se ocupara de su paisano Domingo Francisco Jordi Badía –así fue bautizado en La Seu el 1 de abril de 1767–, aunque la posteridad le recuerda, no sé si mucho, por su nom de guerre: Alí Bey. Astrónomo, geógrafo, aficionado al vuelo aerostático y, sobre todo, intrigante, Badía se ofreció como espía al valido de Carlos IV don Manuel Godoy, el llamado Príncipe de la Paz, quien, contra todo pronóstico, le financió un viaje a Oriente en calidad de espía y conspirador. Circuncidado caseramente para no desentonar en tierras musulmanas, y sin hablar ninguna forma de árabe, Badía, ya como Alí Bey, se presentó ante el cónsul español en Tánger, que no estaba advertido de su supuesta misión diplomática, "como un siriaco musulmán educado en las ciencias desde la niñez en la Italia, Francia, España e Inglaterra, por lo que casi olvidó el idioma patrio, si bien guardó el orden del Corán". Sus fabulosos viajes, todos realizados, le llevaron desde Marruecos, su primera etapa (en la que destaca su ajustada descripción de Mequinez y las peripecias, propias de una comedia de enredo, en Fez), hasta Trípoli, Grecia, Egipto, Arabia, Palestina, Siria y Turquía, según reza el título completo de su extensa narración escrita en francés y traducida muy pronto a diversas lenguas.
Este 'Diablo', como le llamaban en sus despachos confidenciales los funcionarios de Godoy, escépticos de la capacidad política de Alí Bey para conseguir que Marruecos cayera íntegramente, y sin apenas esfuerzo militar, en manos de la corona española, no solo fue un viajero fantasioso y embaucador. Su sabiduría científica (mostrada en los breves partes meteorológicos que cierran cada entrada de su diario) le confiere al libro un toque de seriedad que contrasta bien con sus andanzas, en muchos pasajes llenas de trepidación y picardía. Y además Alí Bey, como bien dice Goytisolo, poseía "cumplidos talentos de observador", y es un retratista vivo y preciso, cuyas impresiones conservan al cabo de casi dos siglos (su libro de Viajes se publicó en 1814) una notable vigencia. El autor de Juan sin tierra destaca, por ejemplo, en su introducción a la edición completa castellana de los Viajes, el esmerado relato de una boda típica marroquí, ceremonia nupcial extensa y jalonada de formalidades aún hoy bastante similares. Todo indica, sin embargo, que la evolución de las costumbres ha hecho desaparecer, excepto quizá en algún escondido rincón rural, el paseo de la novia "en una cesta cilíndrica, cubierta por fuera con una tela blanca y rematada con una tapadera, también multicolor y de forma cónica, como las que ponen en las mesas […]. La cesta era como un plato de comida enviado al novio. Este, al recibirla, levantaba la tapa y veía a su prometida por primera vez".
Las mujeres del Marruecos de hoy se pasean por su propio pie y en actitudes y atuendos muy diferentes de aquellos que pudo observar Alí Bey; un cambio en positivo ya anterior a la primavera árabe y que contó, justo es decirlo, al heredar el rey Mohamed VI la corona de su padre, con el nuevo código de familia y otras disposiciones de apoyo a la condición femenina. Hablamos aquí de impresiones, de historias pasadas y presentes, de lugares y, como en todo paisaje donde la religión tiene un peso primordial, de las mujeres y los hombres que los habitan y por ellos se mueven entre la libertad y el fanatismo.
Goytisolo subraya en su semblanza de Alí Bey cómo el aventurero catalán también tuvo ocasión en sus peregrinajes de advertir, más de una vez, el rigorismo islámico de los seguidores de Abdul Wahab, hasta el punto de llevarle a escribir, con el respeto a las creencias que suele mostrar en sus Viajes, "que, si los wahabíes no ceden un poco en la severidad de estos principios, me parece imposible que el wahabismo pueda propagarse a otros países más allá del desierto". Alí Bey, según la glosa de Goytisolo, vaticina a comienzos del siglo XIX la irrupción de unos ideales religiosos de extrema rigidez que tratan de impedir la civilización y el adelanto social de sus pueblos. Entre los más abiertos del convulso mundo árabe está Marruecos, nuestra antigua rival, nuestra vecina del sur, con la que la historia, los hábitos, la fisonomía y seguramente algo más nos vinculan en una comunidad irrompible.
stagduran
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