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LA PEDERASTIA CLERICAL
La conmina a que retire “inmediatamente” del sacerdocio a todos aquellos curas que han cometido abusos sexuales contra menores o que se sospecha que puedan haberlos cometido y denunciarlos ante las autoridades civiles, porque hasta ahora “ha adoptado políticas y prácticas” que han hecho que continuasen esos abusos contra decenas de miles de niños.
Inusitado e inédito, además de señero, diría yo, porque significa un “¡Ya basta!” de la comunidad global, no sólo a la execrable práctica de la pederastia, sino al más grave y arraigado recurso del encubrimiento, bajo el pretexto de no incurrir en el “pecado de escándalo”.
Duros, durísimos términos -y merecidos, hay que decir- los empleados por la comisión: “La comisión está profundamente preocupada por el hecho de que la Santa Sede no haya reconocido la importancia de los crímenes cometidos, no haya adoptado medidas necesarias para gestionar los casos de abuso sexual contra menores y proteger a los niños y haya adoptado políticas y prácticas que han llevado a la continuación de los abusos y a la impunidad de los culpables”.
Aquel “dejad que los niños se acerquen a mí”, a los hechos me remito, ha sido pervertido en grado mayúsculo, y “tanto peca el que mata la vaca como quien le tiene la pata”, dice el refrán, y habría que agregar que más aún quien, sabiéndolo, encubre el
hecho.
La recomendación -como no podría ser de otra manera- impele al Vaticano a dar preferencia al remedio y la prevención de tan condenable práctica, antes que cualquier otro criterio de conducta, y creo que tiene razón, incluso a la luz del Evangelio: «Es imposible que no vengan escándalos; pero, ¡ay de aquel por quien vienen! Más le vale que le pongan al cuello una piedra de molino y sea arrojado al mar, que escandalizar a uno de estos pequeños” (Lucas 17, 1-6).
Al margen de las cuestiones religiosas, el tema moral cuenta y cuenta más todavía una cuestión que tiene que ver con el deber social de congruencia dentro del “cuerpo místico”.
Si la Santa Sede juega el doble papel de cabeza eclesiástica del catolicismo –“lo que es de Dios”- y ha optado también por jugar en las cosas del mundo -“lo que es del César”- en su carácter de “Estado Vaticano”, tendría que ser puntero en las cosas de la dignidad igualitaria de los seres humanos.
Es el caso, según lo deja claro la recomendación del comité de la ONU, que la Santa Sede no es parte -sí, repito, no es parte- de la Convención sobre los Derechos de los Niños.
Por eso, el comité le recomienda “en orden de fortalecer en el futuro los derechos de los niños”, ratificar esa esencial convención en materia de derechos humanos.
A decir verdad, es una incongruencia predicar sin dar ejemplo, y peor todavía, practicar lo contrario a la prédica
evangélica.
Horrible cuestión es ésta, que afecta no sólo a los católicos, sino también a quienes no lo son, porque nadie puede hacer oídos sordos al muy serio problema que la pedofilia representa, especialmente cuando se practica sistemáticamente por personas que, dada su condición, deben responder de manera muy significativa y escrupulosa a la confianza depositada en ellas.
El Vaticano, en Roma y en todo el mundo, tiene el deber de responder en este caso a su misión evangélica y a su papel de estado inserto en la comunidad mundial, que él mismo escogió.
Claro es que, también en nuestras tierras, existe el deber -ineludible e inexcusable- de cumplir con la prédica que con hechos se acredita -no con discursos y sermones- para honrar efectivamente el Evangelio, la palabra de Dios.
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