Para seguir con la conversación sobre el rostro de Dios, creo que una de las cosas más negativas de la religión ha sido el antropomorfismo. “Dios es espíritu purísimo,” me dijo mi abuela. Después la catequesis se ocupó de mostrarme a Dios como el triángulo con el ojo en el medio, “mira que te mira, mira que te está mirando, mira que vas a morir, mira que no sabes cuándo.” O sino como el señor de barba inmortalizado por Miguel Ángel. Y de ahí en más el terrible engaño de que para que Dios me ame tengo que ser buena. De que Dios me exige, me juzga, me manda pruebas terribles para mi bien, etc. Se instala el miedo, la sumisión, el comercio, la magia y tantas cosas para aplacar a este dios exigente que nos puede condenar por toda la eternidad.
Pero volviendo a lo del espíritu purísimo y yendo a las fuentes bíblicas podríamos decir con el autor del Génesis que ése Espíritu de Dios que se agitaba sobre las aguas es el que se fue haciendo a “imagen y semejanza” de todo lo creado. Se fue conformando, tomando la forma de todo y vivificándolo todo. Una creación que continúa y continuará hasta el fin de los tiempos, con un Dios comprometido con ella, cercano, rostro de todo. Por eso cuando pude sentirme inhabitada por Dios, y verlo en todas sus formas me sentí libre por fin. Perdí el miedo, porque aunque me equivoque la Presencia seguirá profundamente en mi interior, animándome a seguir, a cuestionar, a descubrir dónde se esconde el Reino. Y ésa es la Buena Noticia que nos vino a traer Jesús. Que el Reino ya está, que el desafío es dejarnos amar, porque a medida que nos sentimos amados somos capaces de amar a otros. Y lo que hace crecer el Reino es un corazón compasivo que se compromete profundamente con el hermano y con toda la creación.
Animémonos a seguir a Jesús, a ser verdaderamente discípulos suyos, a tomarnos en serio sus palabras y ponerlas en práctica. Entonces tendremos la fuerza de ser “levadura en la masa”, “sal de la tierra y luz del mundo.” Si no seguiremos adorando a Dios en el tabernáculo, buscándolo en el templo y nos perderemos al Dios íntimo, misteriosamente inmanente y trascendente a la vez, el que se encarna en cada uno de nosotros para quedarse hasta el fin de los tiempos. (Eclesalia).
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