Villa 21: el laberinto de barracas que el entonces cardenal Bergoglio visitaba con asiduidad - ReL
Las puertas de la pequeña iglesia de Nuestra Señora de Caacupé están abiertas peremnemente. La afluencia de gente en el pequeño rectángulo de ladrillos cubierto por un techo de hojalata es continuo.
Alguno entra para hablar con el sacerdote, otros simplemente para pedir un litro de leche o medicinas para el hijo enfermo. Y no sólo en días de fiesta: siempre.
Quizá por la festiva confusión, el cardenal Jorge Bergoglio amaba tanto ir a esta parte olvidada de Buenos Aires. La Villa 21. Uno de los tantos laberintos de barracas en ruinas, callejones no asfaltados, violencia y rabia que se abren como heridas en la periferia de la capital argentina.
Para llegar a la Villa no basta con el metro. También el autobús se para antes, justo donde termina el asfalto. Don Jorge —como lo llaman los argentinos— hacía a menudo este último trecho a pie.
«El cardenal es alérgico al coche» —decían a menudo los porteños—, «coge los medios de transporte como las personas normales». Personas con las que adoraba estar.
El arzobispo, vestido de paisano o con una sencilla túnica, no caminaba por la periferia con la desconfianza habitual de los transeúntes, que vigilaban su espalda cuando atraviesan la calle que divide la barrácopolis del barrio de Barajas.
La vida en los slum
Allí estaban algunos de sus sacerdotes «villeros», curas que viven y trabajan en los slum (barrios marginales de Buenos Aires), y con los que el arzobispo había mantenido una buena relación, llegando a crear en mayo de 2009 una vicaría especial para Villa Miseria, formada inicialmente por un equipo de 19 sacerdotes. Para guiar esta institución estaba el carismático sacerdote Pepe de Paola.
Al mismo tiempo, el joven sacerdote era párroco de la Villa 21, en la que realizaba una valiente lucha contra las bandas de criminales y los narcos. La suficiente como para sufrir amenazas de muerte y tener que ser alejado durante dos años, hasta su vuelta —celebrada por monseñor Bergoglio— hace pocos meses.
«Estos sacerdotes encarnan la vocación misionera más auténtica, alejada de la retórica, la misma que la Conferencia de obispos latinoamericanos de Aparecida ha trazado para la Iglesia entera», solía decir el jesuita.
En los slum —repetía a menudo don Jorge—, la Iglesia «muestra su rostro de proximidad y misericordia». Ese rostro «materno» —afirmaba—, que acerca Dios al pueblo. El arzobispo se gastaba con extraordinario compromiso para sostener el trabajo de los «sacerdotes villeros».
Protegiéndolos —con fervor— de las críticas y de los traficantes. En las Villas, además, estaban su «ovejas». Un 7 de agosto de hace pocos años, durante la fiesta de san Cayetano, protector de los obreros y de los desesperados, había pronunciado una homilía memorable: «Os hago una pregunta: ¿La Iglesia es un lugar abierto sólo para los buenos?». La muchedumbre había respondido a coro: «Nooo».
Monseñor Bergoglio había continuado: «Entonces, ¿hay lugar también para los malos?». Y de nuevo la gente: «Síiii». En ese punto, el cardenal había dicho: «¿Aquí se persigue a alguien por ser malo? No, al contrario, se le acoge con más afecto. ¿Y quién nos lo ha enseñado? Nos lo ha enseñado Jesucristo. Por tanto, imaginaos lo paciente que es el corazó de Dios con cada uno de nosotros».
La indignación ante la injusticia
Paciencia amor, solidaridad, misericordia, hermandad, son palabras que recorren con frecuencia los discursos del primer Papa latinoamericano de la historia. Capaz, eso sí, de pronunciar con la misma vivacidad apasionada vibrantes intervenciones contra la injusticia, expresión tangible del pecado, porque envenena la vida de los pobres.
Contra este mal —y contra la menos visible de las culpas modernas: la indiferencia— el cardenal se ha lanzado más de una vez. «Debemos indignarnos por las injusticias que impiden que el pan y el trabajo lleguen a todos», ha declarado.
El pasado 7 de agosto, siempre con ocasión de la celebración de san Cayetano a la que no faltaba nunca, ha afirmado: «Hay personas que piensan sólo en su propio interés. Que querrían tener la bendición sólo para sí o para su grupo. Esto no es una bendición, es una maldición. Jesús fue el primero en desear el bien para todos».
Una condena inequívoca del egoísmo. Antiguo y moderno. El mal, sin embargo, no prevalece nunca, y de esto don Jorge estaba convencido rotundamente.
Conmovedor el discurso pronunciado durante la última vigilia pascual como arzobispo de Buenos Aires: «No tengáis miedo. No optemos por la seguridad del sepulcro, que en este caso no está vacío, sino lleno de la rebelde inmundicia de nuestros pecados y egoísmos. Abrámonos al don de la esperanza».
stagduran
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