El Islam como desobediencia
De los atentados del 11S a lo que hemos denominado primavera árabe han pasado tantas cosas, y con tantos matices, que la mirada occidental se ha visto abocada, en demasiadas ocasiones, al reduccionismo y - por qué no reconocerlo - a la demagogia. No pocas veces hemos visto ocupar tribunas privilegiadas a todo tipo de políticos y tertulianos que, con la excusa de alertarnos del peligro del dogmatismo (que ha existido, que existe, y que sin duda hay que combatir), han criminalizado, consciente o inconscientemente, a todo el Islam. ¿Qué hemos hecho para evitarlo?
La pereza intelectual, propia y ajena
El lenguaje nos delata, y, así, comprobamos que si hablamos de "islamistas" estamos refiriéndonos al "integrismo musulmán", según la propia RAE. Por ello, es tan importante un libro como Sufismo (Fragmenta Editorial), del español Halil Bárcena, en el que nos muestra, entre otras muchas cosas, una dimensión mística de la religión en la que no se acepta la sumisión ni el fundamentalismo. Bárcena, que además de islamólogo es intérprete de la ney (la flauta derviche de caña), nos explica que la gnosis sufí tiene raíces en la península ibérica, cuna del andalusí Ibn Arabi de Murcia (1165-1240), o cómo el sufismo ha sido una de las fuentes espirituales de alguien como Ramon Llull. ¿Por qué, entonces, tanto desconocimiento? El autor lo atribuye, contundentemente, al "mal endémico de la desmemoria histórica y a la pereza intelectual que aquejan a este país".
El sufismo también ha padecido lecturas descafeinadas por parte de movimientos como el new age. No se puede reducir a los espectáculos folklóricos, como el de los derviches giróvagos que vemos cuando hacemos turismo en Turquía. Ni es, únicamente, un cúmulo de técnicas de meditación y respiración, aunque integre todas estas experiencias. Por ello, hay que dejar claro que, pese a ser universalista y fomentar el diálogo interreligioso, encuentra su inspiración en Muhammad, profeta del Islam, y en la lectura del Corán. El sufí, de este modo, no rompe con el Islam sino que lo trasciende, porque en palabras de Bárcena, entrevistado por Víctor Amela en este diario, "acepta la religión no como meta de llegada, sino como rampa de lanzamiento hacia otro estadio".
El sufismo, como hemos ido diciendo, tiene una personalidad propia dentro del Islam. Pero eso no significa que reniegue de sus enseñanzas, al contrario, reivindica el carácter insurgente contra quienes lo han querido reducir a ley y ortodoxia. Al mismo tiempo, el sufismo ha influido a culturas de todo tipo (la persa, la turca, la malaya o la india, por poner sólo algunos ejemplos) porque la religión debe ser puerta de entrada a la sabiduría - y, por tanto, a todos los humanos -, y no celda de ideas y sentimientos. Podemos decir, de este modo, que no existe el sufismo, sino los sufismos, siempre en plural.
Lenguaje simbólico y espíritu rebelde
Todos los sufíes tienen un punto en común: "la exégesis simbólica del texto coránico" y una "profunda aversión" a la religión que se queda en la práctica legalista. El sufí, que es el que viste de "lana", no está sometido a nada ni a nadie, y su austeridad convive con la poesía, el arte, y placeres como el vino. El espíritu rebelde, nos dice Bárcena, ha caracterizado al sufismo desde sus inicios y ha sido "un instrumento de crítica de la religión formal". ¿Por qué, entonces, hemos escuchado tantas veces que las sociedades donde el Islam tiene gran presencia no pueden ser democráticas? ¿El problema no será otro, como la explotación, la pobreza o la ignorancia?
El libro publicado por Fragmenta, aunque apenas alcanza las 150 páginas, tiene muchas capas. Ése es, sin duda, uno de sus méritos. Se nos hablará de las múltiples corrientes y escuelas (si podemos llamarlas así), como el ascetismo de Kufa, el lloro de Basora, el hambre de Damasco, la caballerosidad de Nishabur o la autonegación de Balj. Y, claro, la importancia de una figura como la de Rumí, auténtica semilla. También la relación entre sufismo y chiísmo, místicas rivales, que no siempre han tenido relaciones fáciles ya que, a pesar de que ambas creen en el camino interior, la segunda otorga central importancia a la figura del imam como conductor.
La infidelidad y los falsos ídolos
El camino sufí, insistirá Bárcena, es "adentrarse en lo nuevo" y, en consecuencia, "comporta desterrar normas fijas". Es, en esencia, "cuestionamiento, reto y desafío" y, en palabras de Gustave Thibon, su función consiste en "denunciar y, llegado el caso, destruir los falsos ídolos". De hecho, la obediencia ciega es infidelidad (kufr) ya que "la adoración al fiel común, incluido el teólogo, no está dirigida verdaderamente hacia Dios, sino hacia lo que ellos mismos conciben como Dios". La religión no puede ser ni mordaza, ni sumisión ni acatamiento y, en esta línea, el autor cita a Abdelmajid Charfi, que defiende que uno de los malentendidos del pensamiento religioso islámico ha sido el de la sharia como ley, ya que en el Corán aparece "en el sentido de senda o camino". La intolerancia ha presentado, de forma tramposa, el Corán como un código civil o penal. Y no lo es.
El sufismo, pues, es una vía espiritual formada por tres etapas; la virtud, la vía y la verdad que, desde "el corazón del Islam", y bajo las ideas de recuerdo y retorno, nos invita a interpretar los símbolos por nosotros mismos, y a entender la belleza estética como una forma de conocimiento. Renunciar a ello es renunciar a demasiado.
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