Una antigua historia de origen incierto, que algunos afirman fue extraída de la Gesta Romanorum, mientras que otros aseguran se trata de un cuento sufí que fue asimilado por el Corán con el título “La cueva”, nos habla de la tendencia del hombre a juzgar los hechos según los principios adquiridos de la moral común, que no siempre se pueden aplicar, sin excepción, a todas las experiencias.
En un país remoto, hace ya muchos años, un hombre muy ansioso, cansado de buscar la verdad por distintos medios, decidió pedir la guía de un maestro que había alcanzado la iluminación.
Solicitó seguirlo a todos lados para observarlo y poder adquirir de su conducta el poder del conocimiento.
El maestro le dijo que difícilmente le bastaría observar y que sería muy raro que pudiera contar con la suficiente paciencia para no hacer ninguna pregunta ni emitir ningún juicio previo sobre lo que tuviera oportunidad de ver, sin embargo accedió a su pedido después que el hombre prometió mantenerse en silencio sin cuestionar ni criticar nada.
El maestro y su discípulo partieron en una barca para atravesar un caudaloso río y poder continuar el viaje en la otra orilla.
Una vez cruzado el río y antes de abandonar el barco, el sabio hizo una perforación en el piso hasta lograr hundirlo.
Al ver esto, su acompañante no pudo evitar señalarle a su maestro, que había destruido sin ninguna razón la embarcación que tan gentilmente le habían ofrecido.
Éste le contestó que sabía que no podría contenerse para juzgar su conducta a la luz de sus propios prejuicios sin conocer los motivos ni los propósitos que él tenía, de modo que su alumno se disculpó y volvió a prometerle que en adelante cerraría la boca.
Finalmente llegaron a un palacio, donde el rey los colmó de honores y donde fueron invitados a participar de una cacería para acompañar al hijo del poderoso monarca.
En un momento en que el sabio se encontró a solas con el príncipe, se abalanzó contra él y le rompió un tobillo; huyendo posteriormente con su discípulo hacia la frontera para ponerse ambos a salvo.
Su alumno no pudo contenerse y reprochó al sabio su conducta hacia quienes lo habían colmado de atenciones.
Éste, sin perturbarse, le dijo que estaba llevando a cabo su trabajo y que él en cambio, sin saber nada se empeñaba en seguir juzgándolo sin aprovechar la experiencia para aprender.
Volvió a pedir perdón el discípulo y ambos continuaron viaje.
Al poco tiempo llegaron a una ciudad en la que no consiguieron que nadie los ayudara ni les diera ni siquiera un trozo de pan, y donde la muchedumbre le lanzó los perros para que se fueran.
Una vez que se encontraron a salvo del inesperado ataque y habiendo llegado a las afueras de la ciudad, vieron a la vera del camino una pared derruida; entonces, sorpresivamente, el maestro le pidió a su acompañante que lo ayudara a repararla.
Una vez completamente restaurada, el alumno no pudo contenerse y comenzó con su repertorio de juicios, extrañado como siempre de la conducta del sabio que se empeñaba en devolver bien por mal y mal por bien.
Viendo que su discípulo era incapaz de no proferir juicios y de no hacer preguntas, el maestro decidió despedirlo, pero antes intentó explicarle su conducta.
El barco que había hundido no pudo ser utilizado por el tirano de esa comarca para invadir el territorio de sus vecinos, como era su intención; el joven a quien le torció el tobillo no era el hijo del rey sino un usurpador que había tomado su lugar con la intención de apoderarse del reino; y el muro restaurado ocultaba un tesoro que les legó el padre a dos huérfanos que vivían en esa inhóspita ciudad de donde fueron expulsados, quienes ahora tendrían la oportunidad de tomar el poder, reformar la ciudad y expulsar al perverso rey.
El joven principiante comprendió la lección y se retiró avergonzado, dándose cuenta que aún no estaba preparado para estar dispuesto a elevarse, y estar en condiciones de conocer la verdad.
Este cuento nos enseña a no juzgar sin conocer bien los hechos ni saber los propósitos.
Fuente: “Cuentos del Sufismo”, Guido Tavani
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