Una de las figuras más controvertidas del bandolerismo malagueño es, sin duda alguna, la de Cristóbal Ruiz, el “Zamarrilla”. Las fechorías que se le atribuyen contrastan notablemente con los actos de caridad que se le reconocen, y la trayectoria de su vida toma rumbos divergentes según quien la refiera. En nada de cuanto se cuenta de este forajido, ni siquiera en la forma como murió, hay unanimidad. Sin embargo, como contrapunto, la azarosa vida del “Zamarrilla” se nos presenta indefectiblemente vinculada a un portentoso suceso de cuyo protagonismo es creencia generalizada entre los malagueños.
En efecto, el sorprendente acontecimiento del que paso a daros cuenta en las líneas que siguen, está presente en el sentir general de todos los malagueños, aunque no exista testimonio alguno que lo avale fehacientemente; nada está documentado, salvo escasas y poco fiables referencias que datan de años muy posteriores a la vida del personaje, todo lo cual induce a pensar, por consiguiente, que este insólito prodigio es hijo de la prolija imaginación de las gentes, un caso más de un fenómeno cultural de transmisión oral y que, como todo lo que se transmite de boca en boca, su rigor histórico es cuestionable. No obstante, Cristóbal Ruiz, el “Zamarrilla”, existió, de igual manera que existe la leyenda, y de esta realidad soy, como malagueño, el primero en dar fe.
I
“Zamarrilla”, el bandido
Cristóbal Ruiz Bermúdez, el más temible y sanguinario bandolero que se recuerda, vino a la vida un día de 1796 en Igualeja, pequeño pueblo escondido entre los múltiples montes, cerros y colinas que conforman la Serranía de Ronda, la espina dorsal de la provincia de Málaga.
Es fama que el “Zamarrilla” capitaneaba una cuadrilla de bandoleros de similar calaña y que, bien armados de arcabuces, pistoletes y navajas, vivían entregados al asalto de caminos, saqueando diligencias y robando a todos los transeúntes que se les ponían al alcance, en la más absoluta impunidad.
Según cuentan los más viejos haber oído a sus abuelos, a pesar de sus múltiples e indecibles desafueros, aquel bandido era un hombre humanitario y menos sanguinario de lo que afirman los que no son de esa comarca. Se dice que el “Zamarrilla” atracaba y robaba a los propietarios de grandes cortijos para luego socorrer a los más menesterosos. Sus detractores aseguran, por el contrario, que, en realidad, la ayuda que normalmente prestaba era sólo para comprar el silencio de aquellas sencillas gentes, a quienes tenía amedrentadas y de quienes se valía para aprovisionarse del necesario avituallamiento.
Sea como fuere, el “Zamarrilla”, además de asesinar a unos, robar a otros y atemorizar a muchos, llegó a convertirse en una pesadilla de alguaciles, ministriles y corchetes, a quienes provocaba continuamente con sus temerarias fechorías, de ahí que todas las fuerzas oficiales de la época lo persiguieran con afán y apareciese continuamente reclamada su cabeza en pasquines a cambio de una considerable suma de doblones.
Además de la Serranía de Ronda, otras zonas de la provincia, como las de Estepona, Marbella, Cártama, Grazalema, Cuevas del Becerro y Coín, fueron testigos de extorsiones en sus haciendas y de secuestros de personas adineradas o altos funcionarios de la administración pública, con el fin único del cobro de un rescate.
En definitiva, gracias al instinto de felino y a la agilidad de ardilla de que estaba dotado, no había ocasión en que el bandolero no lograse llevar a cabo sus desmanes, sin que los agentes de la autoridad lograsen darle captura. No había quien pudiese con el “Zamarrilla”.
Pero, como era de esperar, llegaron los momentos difíciles. El año de 1844 va a suponer un duro revés para el bandolerismo español: el mariscal de campo Duque de Ahumada es encargado de organizar la Guardia Civil, nuevo cuerpo creado para combatir la delincuencia.
II
¡Acorralado!
El “Zamarrilla”, nombre con que tradición recuerda a Cristóbal Ruiz, debe ese apodo a una cruz, un hito que antes había en un punto del llamado camino de Antequera, que los primeros habitantes del barrio de la Trinidad habían levantado al final de la calle Mármoles, en una amplia zona despoblada en la que crecía la zamarrilla, planta silvestre de escasa altura y de flores blancas o encarnadas y muy aromáticas, similar a la manzanilla campestre. Era tal la exuberancia de zamarrillas en ese terreno que los antiguos lugareños bautizaron a la cruz con ese nombre, la Cruz de Zamarrilla, nombre que luego heredaría la ermita que se levantó en el mismo lugar para la veneración de la Virgen de la Amargura y con el que todavía se la conoce en nuestros días.
Con la creación de una nueva institución para combatir el bandidaje, hubo un tiempo en que el “Zamarrilla” y sus hombres se vieron tan acosados y perseguidos por los miembros del nuevo Instituto, que la banda fue poco a poco deshaciéndose. Los que no fueron aniquilados por el fuego de las carabinas de los agentes del Gobierno en las quebradas de la sierra se acogieron a las medidas de gracia concedidas por las autoridades, y el bandolero se vio abandonado a su suerte y vagando en solitario. Cuando el hambre le apremiaba, se veía empujado hacia las cercanías de la misma Málaga, en cuyo barrio de la Trinidad tenía una novia, la cual, de noche, y procurando no ser vista, proveía al perseguido de algún alimento.
La comandancia de la Guardia Civil de la ciudad de Málaga y de sus comarcas no cejaba en seguir su pista y la Justicia, en aumentar el precio de su cabeza: «La alimaña debía ser exterminada a toda costa», se oyó decir a más de uno de estos funcionarios.
Cierto día en que, al amparo de las penumbras de la noche, acudía confiado el “Zamarrilla” a la necesaria entrevista con su novia, alguien lo vio correr a hurtadillas por aquellas apartadas casas de Málaga, hecho que puso en conocimiento del comandante del acuartelamiento de la Guardia Civil.
Algo debió presentir el bandolero cuando, aquella misma noche, había confiado a su novia la intención de ocultarse por un tiempo en algún inaccesible escondrijo, durante el cual le pidió juramento de fidelidad, al que ella, enamorada, respondió con la simbólica entrega de la rosa blanca que adornaba su cabello.
Puesta sobre aviso, la Benemérita Institución emprende de inmediato su captura: «¡Vivo o muerto!», atajaba la orden. Se movilizó una sección bien pertrechada, que, a las órdenes de un teniente, se dirige a donde se encontraba el forajido.
En medio de la más absoluta oscuridad nocherniega, los agentes van tomando sigilosamente una a una las solitarias callejuelas trinitarias. Viéndose perdido, hace un primer intento de romper el cerco retrocediendo hacia la sierra que siempre lo había ocultado tan generosamente. Pero esa escapada era ya imposible: no había más solución que adentrarse en la ciudad y perderse en el vericueto de sus callejas, ocultándose en alguno de sus muchos callejones.
Pero el bandolero estaba acorralado. Sus perseguidores se veían muy cerca. La situación era tan angustiosa que el desenlace fatal parecía inevitable. No había salida posible para el “Zamarrilla”, el azote de los caminos, diligencias, cortijos y ricos hacendados. Dentro de poco, el peso de la Justicia caería implacablemente sobre él y pagaría con la horca todas las fechorías que había cometido a lo largo de su atrabiliaria vida.
En una frenética y veloz carrera, sube por el atajo que lleva a la ermita, se refugia en ella y se oculta donde se veneraba la sagrada imagen de la Virgen de la Amargura. Era la primera vez en su vida que aquel desalmado pisaba un sitio sagrado. Pero ya fuese por temor a la horca o movido quizá por no se sabe qué irresistible fuerza, aquel hombre se postra de hinojos ante la venerada imagen de la Virgen y le ruega, suplicante y temeroso, que le salve de sus perseguidores.
Una última esperanza de fuga le hace mirar a uno y otro lados del sagrado recinto, buscando infructuosamente una ventana o puerta por donde escapar. Es entonces cuando, sin pensarlo, decide esconderse debajo del maternal manto de la Madre de Dios.
En esos instantes, irrumpen apresuradamente en la ermita los agentes de la Guardia Civil, que, meticulosamente y con toda clase de precauciones, registran el recinto palmo a palmo, por todas partes, incluyendo el manto de la imagen de la Virgen Dolorosa.
La sorpresa de los representantes de la Ley era inefable: a pesar de su convencimiento de que el “Zamarrilla” había entrado en la ermita, no lograban encontrarlo en ningún sitio. Parecía haberse esfumado junto a las lenguas de humo que salían de las velas que iluminaban los pies de la Virgen. Era como si se lo hubiese tragado la tierra. «¡No puede ser! ¡Es imposible!», clamaban una y otra vez los funcionarios.
Cansado ya de su infructuosa búsqueda y seguro de la imposibilidad de que el bandolero se hallase oculto en aquel santo lugar, el oficial al mando dio la orden de abandonar la ermita.
III
El milagro
Convencido el “Zamarrilla” de que los miembros de la Benemérita se habían marchado, sale de su escondite todo emocionado y tembloroso. Mira detenidamente la sagrada imagen y, sin articular palabra, deja hablar a lo más íntimo de su corazón, y, con la manos unidas y lágrimas en los ojos, le da las gracias a aquella Virgen que lo había salvado de sus perseguidores.
Y como persona agradecida, coge la rosa blanca que llevaba guardada, y, con el ánimo entrecogido como nunca antes había sentido en su desaforada vida, aquel temible bandolero, aquel facineroso sanguinario, despiadado y duro de corazón hinca la rosa en su puñal y, poniéndose a la altura de la Virgen, lo clava con suavidad en el pecho de la imagen para que la rosa blanca se quedara sujeta. La alba flor ha quedado prendida en el pecho de la Madre de Dios.
Con el corazón henchido de emoción y gratitud, reza de la manera que nunca había hecho, clavando su mirada en los ojos de la imagen de María Santísima de la Amargura. Se sintió confortado, con una paz interior que jamás en su vida había sentido. El “Zamarrilla” experimentó en lo más profundo de su espíritu una brisa fresca y purificadora que en ese momento le hizo sentir la necesidad prioritaria de cambiar de vida, de ser mejor, un hombre nuevo.
Es entonces cuando aquel hombre, que aún no había salido de esas primeras emociones, contempla, entre el asombro y el miedo, que la rosa blanca que un momento antes había prendido en el sagrado pecho de la imagen... ¡se va tiñendo lentamente de un rojo tan intenso como la sangre!
Sobrecogido por lo que está viendo, toca la imagen pensando que se había tornado humana. Con inusual ternura, le acaricia el rostro y comprueba que sus lágrimas son simples gotas de transparente cristal y su talla, de madera. Todo en ella es rígido armazón, nada hay de humano en ella. Pero la flor, aquella rosa que hasta hace unos instantes tenía la blancura de la nieve, continúa sangrando hasta... ¡quedar convertida en una esplendorosa rosa roja!
Se dice que el “Zamarrilla” llegó a la firme convicción de que la Virgen había cambiado el color blanco de la rosa por un color rojo vivo para hacerle partícipe también a él del perdón de los pecados por la muerte de Cristo en la cruz, pues ese color rojo era el símbolo de su redención de la sangre derramada por sus víctimas.
Y como persona agradecida, coge la rosa blanca que llevaba guardada, y, con el ánimo entrecogido como nunca antes había sentido en su desaforada vida, aquel temible bandolero, aquel facineroso sanguinario, despiadado y duro de corazón hinca la rosa en su puñal y, poniéndose a la altura de la Virgen, lo clava con suavidad en el pecho de la imagen para que la rosa blanca se quedara sujeta. La alba flor ha quedado prendida en el pecho de la Madre de Dios.
Con el corazón henchido de emoción y gratitud, reza de la manera que nunca había hecho, clavando su mirada en los ojos de la imagen de María Santísima de la Amargura. Se sintió confortado, con una paz interior que jamás en su vida había sentido. El “Zamarrilla” experimentó en lo más profundo de su espíritu una brisa fresca y purificadora que en ese momento le hizo sentir la necesidad prioritaria de cambiar de vida, de ser mejor, un hombre nuevo.
Es entonces cuando aquel hombre, que aún no había salido de esas primeras emociones, contempla, entre el asombro y el miedo, que la rosa blanca que un momento antes había prendido en el sagrado pecho de la imagen... ¡se va tiñendo lentamente de un rojo tan intenso como la sangre!
Sobrecogido por lo que está viendo, toca la imagen pensando que se había tornado humana. Con inusual ternura, le acaricia el rostro y comprueba que sus lágrimas son simples gotas de transparente cristal y su talla, de madera. Todo en ella es rígido armazón, nada hay de humano en ella. Pero la flor, aquella rosa que hasta hace unos instantes tenía la blancura de la nieve, continúa sangrando hasta... ¡quedar convertida en una esplendorosa rosa roja!
Se dice que el “Zamarrilla” llegó a la firme convicción de que la Virgen había cambiado el color blanco de la rosa por un color rojo vivo para hacerle partícipe también a él del perdón de los pecados por la muerte de Cristo en la cruz, pues ese color rojo era el símbolo de su redención de la sangre derramada por sus víctimas.
IV
Penitencia y muerte
La tradición añade que el “Zamarrilla” se entregó a la Justicia y que asumió convencido la condena marcada por la Ley, pero que no llegó a cumplirla totalmente, porque fue ejemplo de buena conducta para todos sus compañeros durante el tiempo de su encarcelamiento. Los jueces, sabedores del hecho milagroso de que había sido objeto y atendiendo a su buen comportamiento en presidio, trataron de favorecerle en el gran deseo que éste manifestaba de recluirse en un convento para el resto de sus días, entregado de pleno a la oración y al cuidado de pobres y enfermos.
Y así se dice que aconteció. El arrepentido bandolero profesó en un convento muy cercano al lugar en donde aquella Virgen recibía culto, y una vez cada año, en el aniversario de su contrición, el que antes había sido un temido malhechor salía, con el permiso de su prior, de su voluntario claustro, bajaba por el antiguo camino de Antequera y se dirigía al oratorio de la Señora, a cuyos pies depositaba una rosa roja de las que él mismo cultivaba en el pequeño huerto del convento.
Una tarde, ya casi anochecido el día, cuando el “Zamarrilla” iba caminando por la vereda que lo llevaba, como cada año, hasta la Virgen de la Amargura, fue interceptado por unos salteadores, que, al no hallar en el fraile dinero ni objeto de valor alguno, lo apuñalaron hasta darle muerte.
Alarmada al día siguiente la comunidad por su inusual tardanza, y temiendo que le hubiese ocurrido alguna desgracia, salieron en su busca, hallando el cuerpo del desdichado fraile todo ensangrentado en medio del camino. Entre sus manos aún estaba la rosa de su ofrenda anual, que, milagrosamente, había cambiado su color rojo por un blanco tan resplandeciente que ni la sangre había manchado. Cristóbal Ruiz, el “Zamarrilla”, había culminado plenamente su expiación.
V
"La Virgen de Zamarrilla"
Todavía existe la ermita. Hoy ha quedado, prácticamente, en el centro de la ciudad, y se la puede visitar en cualquier momento, en la seguridad de que se estará acompañado de un buen número de fieles a todas horas del día y en continuo rezo, muchos de ellos implorando intercesión a la Madre del Cielo para solventar un problema o mitigar el dolor de algún mal del cuerpo.
En más de una ocasión, por fechas de la Semana Santa, algunos fieles devotos de la Virgen afirman haber visto, en medio de la flores rojas que ornamentan el camarín de la Virgen, una rosa de extraordinaria blancura, sin que nadie haya sabido dar una explicación de cómo pudo haber llegado allí.
En Semana Santa, en la noche del Jueves Santo, salen de este pequeño templo los cofrades ataviados de capirotes rojos y túnicas blancas, tal vez en memoria de los simbólicos colores de esa rosa blanca convertida en roja. Y presidiendo el cortejo procesional, radiante ante la multitud de devotos, con su espléndido manto y sobre un trono maravilloso que portan sobre sus hombros dos centenares de malagueños, se eleva como flotando en el éter la sagrada imagen de la Virgen de la Amargura, la «Virgen de Zamarrilla». En el pecho luce una maravillosa rosa roja, sostenida por un puñal, evocando la portentosa conversión de aquel temido y sanguinario bandolero.
Por José Antonio Molero
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